Esta página recoge nuevas historias y relatos tanto de nuestros autores del club como de los amigos, y simpatizantes que nos han honrado con su colaboración.
Se incluyen por orden de llegada, de forma que los mas recientes aparecen en primer lugar para facilitar la consulta y localización de las novedades.
Bajo el nombre del autor, una fecha indica la fecha de inserción.
El icono que representa el árbol de la literatura, poblado de palabras ha sido cedido amablemente `por la ilustradora Maite Mutuberría.
22.09.2016
El pelmazo
Julio Pina
—¿Perdón?
—¿Que, qué le duele?, vamos ¿que si está usted muy malo?
—Hombre, ando un poquillo resfriado.
—¡Ah! Bueno, eso es lo toca ahora, de frío a calor de calor
frío, ya se sabe.
—¿El qué?
—Lo del tiempo, que aquí está un poco loco.
—¿Usted cree?
—Sí, señor, aquí el tiempo es muy informal, eso no pasa en
mi pueblo.
—¿No? En su pueblo todo el año es primavera.
—No, señor, tampoco es eso, allí cuando toca frío, pues
frío.
—Y cuando toca calor, calor. ¿A que sí?
—Pues sí, señor, así es en mi pueblo y que no falla, oiga
usted.
—Y…¿se puede saber de qué pueblo es usted? Vamos, si no es
indiscreción.
—Qué va a serlo, de Serranillo del Llano, provincia de
Albacete.
—Pues no caigo yo ahora por dónde anda ese pueblo.
—Ni caerá, es un pueblo muy chico, con decirle que cuando
yo marché allí solo quedó el Cirilo.
—Y con el buen tiempo que tiene allí, ¿por qué se vino,
hombre?
—¿Qué por qué me vine? Mejor decir: «porque me trajeron».
—Usted no quería venir.
—¡Yo qué iba a querer! ¡Con lo bien que estaba en
Serranillos!
—¿Entonces?
—Cosas de los chicos, bueno de ellos y de la nuera, que
también mete lo suyo.
—A lo mejor no querían que usted estuviese solo en el
pueblo y piensan que está mejor viviendo aquí con ellos, ¿no?
—¿Con ellos? Pero a usted le parece que es vivir mejor dos
meses en cada casa, ¡que hago más viajes que un camarero!
—Hombre, pero algo de razón si tienen. ¿Qué va a hacer allí
usted solo?
—¿Cómo que qué voy a hacer? Lo que no hago aquí, vivir.
—Pero hombre de Dios, si allí está más solo que la una.
—¿Y cómo se cree usted que estoy aquí? Porque cuando mis
hijos no están trabajando, están a sus cosas, y en las casas siempre estorbo.
—¿Cómo que estorba?
—Sí, señor, «¿que qué hace aquí todo el día metido en
casa?, que si mejor se va usted a la calle y se da un paseíto, que quite usted
para allá que voy a pasar la mopa». Total, todos los días a eso de las diez, a
la calle, así que por una u otra cosa un servidor, aquí, igual que allí, más
solo que una rata.
—Vaya, cuánto lo siento, pero oiga, y a todo esto, no le he
preguntado, qué le pasa a usted.
—¿A mí, qué me va a pasar?
—Hombre, cuando está aquí en el ambulatorio…
—¡Ah! Por eso, quite usted hombre, lo que pasa es que en la
calle hace mucho frío y aquí, pues quiera usted o no, con unos y con otros paso
la mañana.
—Entonces ¿no pasa a ver al médico?
—¡Quía!, no, señor. Bueno alguna vez entro y le cuento
alguna mentirijilla, pero la mayoría de las veces, como hay mucha gente no hace
falta y mato el tiempo con unos y con otros.
—¡Ah! Entonces cuando llame la enfermera paso yo, ¿no?
—Natural, ¿no es usted el enfermo?
—Sí, ya le dije que estoy algo resfriado.
—Pues por eso, cuando llamen, pase.
—Y ¿usted?
—Yo no estoy malo, lo que estoy es solo.
20.09.2016
Más historias
Don Ignacio y su problema
Teresa Frías
–¡Esther!
Creo que se me ha parado el corazón. No lo siento.
–Está
perfectamente D. Ignacio –comentó la enfermera del Geriátrico.
–No sé,
pero en su sitio no está –dijo colocando la mano sobre el pecho–. Creo que se
ha desplazado al ombligo.
–Y
ahora ¿Por qué dice eso?
–Porque
es ahí donde siento las palpitaciones.
–Lo que
notará quizá sean latidos abdominales. No se preocupe –añadió cariñosamente.
–¿Seguro?
¿Y son míos?
–¿De
quién van a ser sino?
–Pues
quizá de un pequeño ser que llevo dentro. Porque además hay veces que se mueve.
–Entonces
serán flatulencias... que ya le dijo el doctor que hace poco ejercicio.
–No lo
creo, más bien pienso que estoy embarazado –soltó con total convencimiento.
–Pero
no ve D. Ignacio... que eso es imposible.
–¿Por
qué?
–Porque...
¡¿es usted un hombre?! –añadió Esther sonriendo.
–¡Bueno!...
a saber qué hacen cuando me dan las pastillas.
–Le
aseguro que fecundarle, no –rió la enfermera abiertamente.
–...
¡Ya sé que va a ser! –comento entusiasmado D. Ignacio.
–¿Sí?...
¿qué? –añadió resignada y expectante.
–¡Mis
sentimientos! Hace tiempo que andan por ahí rondando, concretamente desde hace
dos meses... justo cuando llegué aquí. Antes no tenía problemas. Cada día
fluían a borbotones.
–Pues
ya sabe lo que tiene que hacer. Escribir como siempre lo ha hecho, así no le
darán más preocupaciones.
–¡Ya!
¡Lástima que todavía les queden siete meses de gestación!
21.08.2016
El cerdito enfermo
Alfonso Bengoechea
Cuando era un absoluto niño, un niño de pantalón corto, mis padres,
fanáticos de las virtudes, me regalaron un cerdito de falsa porcelana.
Era un cerdito encantador que llevaba un cascabel atado al cuello con un
bramante rojo y una ranura en el lomo desde donde solo se podía
contemplar la oscuridad del mundo interior de los cerditos de falsa
porcelana china.
Me explicaron mis padres sobre la marcha, que tenía que nutrirle
todas las semanas con las monedas que mis dos tías, viejas, ricas y
solteras, me entregaban los sábados después de merendar con mi madre.
Parecía razonable y a un niño de pantalón corto, que se supone obediente
y bien criado, no le son precisas más explicaciones.
Sin embargo, muy a pesar de tanta solicitud, mi cerdito no parecía
ganar peso, sino muy al contrario, tras diversos altibajos, acabó un día
por ofrecer un sonido casi sepulcral. El equivalente al aspecto anémico
de un paciente que no fuera capaz de digerir sus comidas. Era tanta mi
preocupación que no le quitaba ojo, con lo que un día descubrí a mi
madre que sujetándole en alto con una mano, y las patas hacia arriba, lo
agitaba y hurgaba con energía y un buen cuchillo por la ranura desde
donde yo le alimentaba con tan poca fortuna.
Medité un poco y, a pesar de mi edad, vi claro que no era el
tratamiento más adecuado. Pensé que quizá fuera mejor algo más benigno
sin apelar a la cirugía. Busqué entre los papeles de la abuela una
receta caducada de Pankreoflat que era mano de santo para los
desarreglos digestivos, hice con ella un rollito y la metí bajo el
bramante rojo que sujetaba el cascabel. Fue casi milagroso; mi cerdito
comenzó a ganar peso cada sábado y sin los altibajos anteriores, acabó
por llenarse hasta no admitir una mala moneda más. Sinceramente, creo
que fue el Pankreoflat, pero tampoco quiero decir que el método de mi madre fuera malo.
Fue entonces cuando descubrí que había un cerdito grande e
insaciable, un banco con oficina en nuestra misma manzana donde había
existido una mercería, la de la señora Hortensia.
Ya han pasado unos cuantos años, desde que sucedió lo que acabo de
narrarles y mi cerdito, rebosando monedas y salud, descansa aún sobre el
aparador del salón.
Ayer recibí una carta del banco, mi cerdito grande, en que se me
comunica que, todas las monedas metidas por su ranura durante años se
han desvanecido de forma misteriosa e inexplicable. Como humo.
Todavía dudo entre enviarles una receta de Pankreoflat a vuelta de correo o mandarles a mi madre para que resuelva el asunto con su cuchillo.
18.09.2016
¡Déjenme con mi mal día!
Pedro Navazo
Todos,
en mayor o menor medida, hemos tenido un día de esos en los que el origen de
nuestro mal humor es insoldable.
— ¿Por qué estás
tan enfadado? –te preguntan los que sufren estas consecuencias.
— ¡Mira, no lo
sé! –respondes resignado.
Son
esos días en los que te sientes sobrepasado, irascible, insoportable…, deseoso
de pegar con dos tiritas en la puerta de tu dormitorio (o de tu propio lugar de
trabajo) una nota que exclame: “NO MOLESTAR”, ávido de vociferar a diestro y
siniestro cuando alguien te roce, o te moleste, un grito de guerra: ¡“recibirás
noticias de mi abogado”!
Y
cuando uno, dolido consigo mismo cuando está así, mira con toda la voluntad del
mundo en Google -donde hay soluciones para todo- descubre con
estupefacción: “Cómo mejorar un mal día en diez pasos”. ¿En diez
pasos?... ¿Es que existe una fórmula
matemática?... ¡No!... Me niego a seguir leyendo…
Reivindica tu derecho a no disfrazar tu
desasosiego con pantagruélicas sonrisas. En el sinvivir de ésta vida moderna,
parece que el mal humor te estigmatiza. Porque estar de “bajón” no casa con
esos hashtags que tanto circulan por
las redes sociales, ni con los mensajes positivos que inundan tu alrededor: el
discurso que ha calado parece rechazar el malestar como fórmula de escape.
Pero, por otro
lado, permanecer eternamente ilusionado es imposible, es más: es antihumano. Y
tú no compartes genes con C-3PO, ese androide de la “Guerra de las Galaxias”
que no tiene sentimientos y, por lo tanto, no padece: la tristeza es tan
inherente como la felicidad. Además, según reza la psicología clásica que hemos
estudiado, tenemos que ser nosotros mismos quienes elijamos qué actitud debemos
tomar ante cualquier circunstancia.
Al fin de
cuentas, si lo pensamos bien, un mal día te enseña a coger impulso para los
buenos. Y aunque lo ideal sería no padecerlo, lo importante es saber
gestionarlo para no caer en el agujero negro de la negatividad.
Así que sí, es
cierto: hoy estás de mal humor. ¡Y qué!.., mañana será otro día.
25.09.2016
Mas historias
Abanico
Rosalía Urbión
Abanico
Rosalía Urbión
En la terraza del Casino Naval,
ojeando con disimulo los mozos de buen
ver que mosconean en torno a las jovencitas,
Palmira Cifuentes vigila a su niña. Hoy le acompaña su incondicional Zenobia, amiga de antiguo, confidente y cariñosa
hasta la zalamería.
Su
niña, Carmelita, deja vagar la mirada entre los presentes de uno y otro sexo
sin prestar atención a nada especial.
—Está estudiando piano, francés y punto de
cruz. — susurra Palmira a su incondicional amiga—. Y con aprovechamiento.
—Es un primor de niña, Carmelita. Una
bendición. — halaga su amiga Zenobia—. Te felicito de corazón, Palmira. No me hubiera importado haberme casado si
hubiese sabido que tendría una niña así. —suspira.
—Pues aún se me queja de que no estudia
nada práctico. Y no es solo eso. Tengo
que vigilarla para que no pierda el tiempo con libros raros. La semana pasada
le dio por la náutica. ¿Te supones una niña estudiando cosas de navegación?
Zenobia ahoga un ¡oh!
llevándose a la boca la mano cargada de anillos barrocos, sorprendida y escandalizada.
—Tienes que tener mucho cuidado con las
lecturas; —recomienda.— Hoy se publica
cada cosa…
—Pues sí. Como te lo digo : libros de
náutica. —prosigue doña Palmira—. Ayer sin
irnos más allá, tenía uno sobre turbinas de vapor.
—¡Santo Dios! ¡Turbinas! No sé lo que es
pero suena horrible.
Carmelita
se abanica en el extremo de la mesa, ajena a la conversación de las mujeres con la mirada un
poco extraviada. Mueve el abanico de forma sincopada, irregular, con esa
inquietud tan de las niñas bien, cuando están a su pesar, en el sitio no deseado.
—Hija, deja de abanicarte tanto. —La
increpa bruscamente su madre— No
estamos ya en Agosto.
—Sí. Este Septiembre viene especialmente
fresco y ese relente que sube de la
playa cala hasta los huesos. —confirma solícita Zenobia Urrutia.
Carmelita
detiene obediente el abanicar y las mujeres retoman su parloteo, componiéndose
los foulards en torno al cuello. Unos minutos después, la niña insiste de nuevo
en el abaniqueo. Es un movimiento sin ritmo, un poco anárquico que comienza
despacio, con pausa, luego acelera y al
final parece un baile frenético.
—Nos estás dejando heladas, Carmelita . —insiste
la madre, conteniendo aparatosa un falso
escalofrío.
La
niña obedece. Pliega su abanico y continúa con sus miradas a la deriva,
de la playa a la montaña, de la montaña a la concurrencia, de la concurrencia a
su madre.
Transcurre
un intervalo de tranquilidad en que las mujeres dedican su cháchara a los modelos del cercano otoño.
Luego, bruscamente, como en un arranque imparable el abanico comienza a agitarse a intervalos, sin ritmo, a
trompicones.
—¡Por Dios Carmelita! —amonesta la madre irritada—. Terminarás por acatarrarnos. Te prohíbo
formalmente que abras siquiera el abanico. No es de buena educación
mostrarse tan nerviosa en público.
La niña, educada en que ser obediente es
de buen gusto, cierra el abanico sin abandonar su aire
aburrido. Luego, las mujeres retoman su
chismorreo con ecos de sociedad variados. Intercambian jugosas noticias
domésticas sobre los vecinos. La niña
hace un pucherito y comienza a golpear
con el abanico cerrado el borde del velador de forma sincopada.
—Un golpe, dos golpes, dos golpes, un
golpe
dos golpes, dos golpes, un golpe…
—A
l-a-s o-c-h-o. E-n
l-a e-s-q-u-i-n-a d-e-l
e-s-t-a-n-c-o…
Las dos mujeres la
contemplan perplejas.
—Ahora
le da por aporrear el velador. —susurra
desolada en voz baja la madre, como si estuviera describiendo un asesinato.
—Se aburre. —opina su amiga Zenobia. Esta niña, lo que necesita es
un novio.
Palmira la fulmina con la mirada. No parece
opinar eso.
—Nada de novios. Mi niña es muy ingenua todavía.
No tiene la malicia suficiente para manejar a un hombre.
—No sé, no sé yo.… —opina con un tonillo burlón
la amiga que simula mirar al vacío—. ¿Tú crees? Yo a las niñas de hoy las encuentro
muy espabiladas.
En
el otro extremo de la terraza, un joven con uniforme de la Marina de Guerra se
pone en pie. Tira hacia abajo, con un gesto marcial, del vuelo de su guerrera blanca, que queda
tersa e impecable. Examina la doble franja roja del pantalón, la encuentra
recta y aplomada. Satisfecho
se dirige hacia la salida. Al pasar ante las tres mujeres, ensaya un
ligero taconazo y saluda sonriente con
una leve inclinación.
—Un buen mozo. ¿No te parece? –Susurra
Zenobia al oído de la Cifuentes—. No le
quitaba ojo a tu niña.
—No está mal. –acepta displicente Palmira
mientras
observa sopesando su apostura,
como se aleja el cadete de marina.
Cuando el joven desaparece de la vista,
Carmelita guarda el abanico en su bolsito de paseo. Las dos mujeres exhalan un pequeño suspiro mirándose.
—Bueno hija, –Observa Zenobia en voz
baja—. Ya sé que solo es un alférez de fragata. Con esa edad, no querrás que
sea almirante.
Unas nubes han velado un poco el sol y el
fresco arrecia. Apuran el Martini y las
tres mujeres se levantan de la mesa.
—¿Y qué puede saber un Alférez de
Fragata?—pregunta Palmira continuando en confidencia..
—Morse. –contesta entre dientes Carmelita
tomando la delantera camino de la salida.
—¿Qué ha dicho? –pregunta Palmira
Cifuentes a su amiga.
—¡Qué se yo! —contesta su amiga Zenobia—. Estas niñas modernas son tan raras…
Este relato forma parte de
“La
consejera matrimonial y
otros
relatos de mujeres
contados
por ellas mismas.”
01.10.2016
Más historias
Viejos al sol
Día internacional de la ancianidad
Pedro Navazo
Siempre que trato con
las personas mayores,
pienso en lo mucho que ellos saben
y nosotros ignoramos.
y nosotros ignoramos.
(A.
Machado)
Es muy probable que vosotros, al caminar por las calles, plazas y parques
de cualquier ciudad, hayáis visto los grupos de jubilados que sentados en los
bancos - como lagartos al sol- calientan sus viejos huesos en los días templados de primavera.
Si nos interesásemos por su lugar
de procedencia, o nacimiento, sin duda llegaríamos a la conclusión de que la
mayor parte no son de allí: un número importante de ellos arribó a aquel
sitio (ciudad), para muchos desconocido
y hostil, hace ya bastantes años,
huyendo del mal vivir en sus propios pueblos, a la busca de una oportunidad y
soñando una vida más fácil para sus hijos. Otros, pegados con uñas y dientes al
terruño, aguantaron en el pueblo hasta que las enfermedades y limitaciones propias
de la edad los vencieron y, aunque a regañadientes, no les quedó más remedio
que buscar amparo de los hijos en la enorme y fría ciudad.
¿Os habéis acercado a alguno de
estos (ellos) grupos alguna vez?...: ¡Yo sí!
De los cuatro jubilados que estaban
sentados en un banco frente a una fuente, a la sombra de una enorme morera, el
que hablaba era el “Tío Navarro”, cartero de oficio: un tipo socarrón, de baja
estatura y enjuto de carnes, y con la piel curtida por el aire y el sol.
Contaba que en su pueblo, perdido en una
sierra de la provincia de Ávila, como no llegaba el cine, el único espectáculo
que veían (de vez en cuando) era el que en la plaza le proporcionaban unos gitanos con una cabra,
que mientras sonaba la música de una pandereta se subía a una silla, y un mono
que daba volteretas… La gente –dijo con un mohín impregnado de sorna- se
entretenía mucho viéndoles y les aplaudían y les echaban monedas en una lata
que había en el suelo. Pero algunas mujeres no se fiaban del todo de ellos y
vigilaban sus corrales, porque decían que mientras la gente veía el número
otros gitanos se aproximaban a las casas y se subían a las paredes de los
corrales. Desde allí, subidos, con un cordel largo y fuerte, que llevaba atado
un garbanzo, se lo echaban a las gallinas y éstas, al ver el garbanzo, lo
picaban y se lo tragaban: entonces los gitanos tiraban del hilo y traían a
rastras a la pobre gallina. Y luego otra. Y luego otra… Les retorcían el
pescuezo y ya tenían cena para esa noche.
Aplacadas las risas, tras el
relato de su compañero, tomó la palabra Paulino, un soriano de la zona de
Almazán, que nada más casarse se vino a Bilbao a trabajar en los Altos Hornos,
convencido por un hermano que había venido dos años antes.
Después de hacer una v (uve) con el pulgar y
el índice de su mano izquierda, se limpió de saliva las comisuras de los labios
con las yemas de los dedos, y en voz baja y fijando mucho los ojos, como
convencido de lo importante que iba a ser su discurso, nos habló de la
trascendencia que, en sus tiempos, tenían las campanas en el medio rural; pues
no solo se encargaban de dar la hora, cuando apenas nadie tenía reloj, sino que
con el lenguaje de sus diferentes sonidos avisaban a todos los habitantes de
muchas otras cosas más: la hora de rezo (Toque del Ángelus); de las reuniones
vecinales (Toque de concejo); de peligros y catástrofes (Toque de arrebato); de
defunciones de algún vecino (Toque de clamor); de celebraciones y fiestas
(Toque de vuelo)…; y el Toque de “Tentenublo” (¡detente nublado!), que
consistía en un volteo de campanas que se hacían cuando el cielo amenazaba
tormenta, para alejar las nubes y proteger el campo de la posible caída de
granizo.
Luego de una breve pausa, volvió
a su relato y con un indisimulado orgullo nos contó que a la campana mayor de
la Iglesia de su pueblo, de 275 Kg., la llamaban “La Garbancera” porque con
ella se tocaba a “medio día”, y con este toque diario se indicaba la hora de
comer; la pusieron ese nombre porque, sobre todo los domingos y días de fiesta,
era costumbre poner de comida un cocido conocido como la “Olla de tres
vuelcos”: en el primer vuelco se obtenía el caldo con el que se hacía una
sabrosísima sopa; el segundo vuelco estaba constituido por los garbanzos y la
verdura (berza) que los acompañaban; y el tercero lo formaban la carne de
carnero, el tocino y los huesos que habían quedado en el fondo de la olla.
Con buen criterio, terminó diciendo, se tenía
muy asumido el refrán que rezaba: “Fiesta sin buena comida, no es fiesta
cumplida.”
A continuación le llegó el turno
a Benigno, un hombre algo escuálido, de ojos azules y tocado con un sombrero de
fieltro, que desde que se sentó llevaba colgado un cigarrillo en un ángulo
inverosímil de sus labios.
Como en su pueblo, empezó
diciendo, había cientos de pájaros, que llegaban a bandadas, los chicos los
cazaban simplemente por el placer de cogerlos, y porque no se podían estar quietos. Los más difíciles de
atrapar eran los pardillos: unos pajarillos muy inteligentes, que gustaban
mucho a la gente porque cantaban muy bien y duraban mucho en las jaulas.
Para atraparlos, siguió contando
cada vez más suelto, utilizaban una técnica heredada por sus mayores: como
sabían que tenían la costumbre de ir por las mañanas a los salegares, a probar
la sal que los pastores depositaban en unas piedras planas para que la comieran
las ovejas (muy buena y saludable para su engorde)), hacían cerca de ellas un
hoyo (como el “gua” que hacen los niños para jugar a las canicas), y echaban
dentro unos granos de trigo; luego colocaban
encima una piedra muy lisa sostenida por un palo que se apoyaba en el
hoyo entre el trigo, y cuando los pardillos iban a comerse los granos movían el
palo y la piedra caía encima atrapándolos.
—
¿Y
qué hacíais después con ellos? –preguntó curioso Paulino.
—
¡Pues
qué íbamos a hacer!... ¡Venderlos para
sacar unos céntimos!
Animado por sus compañeros, para
que me contara la historia del “tonto” de su pueblo, Eliseo, un octogenario
moreno aceitunado, con boina ajada a la cabeza, la habitual chaqueta de pana
azul y inclinado levemente sobre su bastón, no se hizo de rogar y comentó que en su pueblo
burgalés de Trespaderne, algunos se divertían con el “inocente” del pueblo: un
infeliz de edad incierta y grandote, como crecido a trompicones y de poca
inteligencia, que vivía haciendo pequeños mandados y de favores.
A menudo le llamaban los hombres
al pobre al bar donde se reunían y le ofrecían una gaseosa, a la vez que le
daban escoger entre dos monedas: una de
tamaño grande y otra de menor tamaño, pero de más valor. Como siempre cogía la
más grande y menos valiosa, provocando las risas de todos, un día le dijo un
vecino que si todavía no había percibido que la moneda de mayor tamaño valía
menos.
— ¡Lo sé! ¡No soy tan tonto!...
–le dijo- Pero el día que escoja la otra, el jueguecito se acaba y, aparte de
quedarme sin las gaseosas, no voy a
ganar más monedas.
Concluidos los relatos de los
ancianos, permanecí aun un buen rato con ellos y, entre chácharas y bromas,
continuaron obsequiándome con todo un repertorio de anécdotas, refranes,
adivinanzas, habladurías, canciones, chistes… y decires ocurridos desde antiguo
en sus pueblos o en sus contornos, sin que en ningún momento me cansara de
escucharles.
No bien me quedé solo, después de despedirles
y agradecerles toda su vasta y vieja recopilación de historias, llenas de sabiduría, llegué al
convencimiento de la importancia y necesidad de poner en valor las tradiciones,
consejos y experiencias de nuestros mayores, para no dejar de aprender y porque
son la esencia de nuestro existir.
09.09.2016
Más historias
Montblanc
© Germán Carnicer
´
Desde que
descubrí que el ordenador cuenta las letras, he dejado de escribir con la Montblanc.
Más tarde, descubrí que el ordenador puede
contar también los espacios en blanco.
Sublime.
Ahora, he inventado un juego inocente. Escribo
un largo párrafo sin que contenga el mínimo sentido y apuesto a adivinar el número
de letras y espacios de la tontería. Por fin, tiro el producto a la papelera. Francamente con la Montblancse me ocurrían
cosas mejores.
Me temo que ya
no seré escritor. Quizá contable.
08.09.2016
La novia del capitán Contreras
©
Néstor Menchaca
No
era para encoger el corazón pero daba algo de pena. Todos los asilados en la
Residencia Villamor recibían visitas. Todos
los ancianos, tenían deudos, amigos cercanos o allegados ocasionales que
les rendían visita, entre la caridad y
la cortesía, todos los días de fiesta.
Todos, salvo el viejo capitán Contreras.
Con el tiempo, que cura muchos males
pero estrangula también los mejores impulsos del alma humana, los asilados
pasaron de la pena al desdén y con un poco más de tiempo, del desdén al
escarnio.
—¿Qué?, capitán.
¿Tampoco hoy tiene visita? ¿Y aquella
novia
que se fue a Cuba? ¿No se anima a volver a la península?
El capitán ignoraba las chanzas. Hacía
tiempo que había descubierto que era
mejor contenerse simulando una demencia senil benigna. Aún guardaba en su
maleta de cartón, bajo la cama, el pistolón reglamentario con que podría
cobrarse en cualquier momento pequeñas
deudas de honor. A veces, si estaba de humor hasta relataba a los compañeros de
residencia, anécdotas e historias
de la novia de Cuba. Unas, sucesos tiernos como los reencuentros, otras agraces
como las despedidas. La despedida final era
tan lejana en el tiempo que el capitán Contreras aseguraba no recordar ya
siquiera, el rostro de la mujer.
La vida en la Residencia Villamor era sosa
y letárgica porque casi todos los residentes mantenían aún su lucidez. Este
detalle hacía los días largos y tediosos. Y los pícaros ancianos echaban de menos algo de chanza y alegría con
que combatir el aburrimiento. Entre estos, los que mantenían viva la llama de
la picardía nacional estaba Floriano Chacón un contable jubilado, artista en
engaños, que urdió la idea de embromar al capitán Contreras. Floriano, recordó un buen día que cuando joven
y calavera había conocido a Dorita Antón, una actriz de variedades de escaso
éxito, que rondaba ya la edad de acogerse también a una
residencia como la Villamor. Algo, inalcanzable sin embargo dada la escasez de
recursos habitual entre cómicos mediocres.
Dorita Antón aceptó encantada el papel
que podía ser el mejor de su gris vida artística. Fue un juego aprenderse todos los detalles y pormenores
de la antigua novia del capitán Contreras. Los facilitaba día tras día el propio
capitán, en sus interminables añoranzas.
El capitán Contreras, el día que recibió
la carta de Dorita matasellada en Vigo,
en que aseguraba bajo el nombre de Flavia, el de su antigua novia, que había
vuelto de Cuba, invitó a todos a mistela y aguardiente algo aguado para los
temerarios. El ambiente en la Residencia cobró por un día una vida inesperada.
Pocos días más tarde llegó Dorita,
alegremente trasmutada en Flavia, y el capitán Contreras, como por
ensalmo, recuperó con el color de las
mejillas la alegría de vivir. Y la flamante Flavia, abundó poco a poco en sus
visitas, primero los domingos, luego los domingos y algún día entre semana. Por
fin, casi a diario. Paseaban por el parquecito de la Residencia Villamor
cogidos de la mano. Los conjurados, vigilaban tras los visillos y espiaban desternillándose
de risa, como, a veces fatigados, los amantes reencontrados se sentaban a la frescura del laurel. El capitán
sacaba su libro de historias de las guerras coloniales y ella una labor de
ganchillo, una tarea que se practica muy poco en la farándula tras las
candilejas y para la que Dorita-Flavia mostraba una sorprendente inhabilidad.
Pronto, los bromistas comenzaron a sentirse contrariados. La falsa
novia criolla era cada día más Flavia y
menos Dorita. Pasaron dos meses y el director de la residencia, don Efrén,
anunció una ceremonia inesperada para aquel fin de semana de la recién
estrenada primavera. Adornó el domingo
el salón con guirnaldas, florones y banderas nacionales de países lejanos y
repartió por las mesas del almuerzo, refrescos y algunas gollerías reservadas a
las fiestas de postín.
A las doce menos cinco llegó el juez de
paz y a las doce, en punto, hizo la
entrada por la puerta doble acristalada del fondo, el capitán Contreras
llevando a Dorita Antón emocionada colgada de su brazo. El capitán con un
uniforme de gala que las ordenanzas militares hacía tiempo habían arrumbado ya
y la dama con un vestidito de muselina color
marfil, como de haber bregado mucho con la lejía.
Fue emocionante. El sacristán de la
parroquia cercana hizo sonar en un armonio desvencijado algunas variaciones de
Mendelssohn, con aire de charanga.
Ofició el juez de paz y don Efrén dirigió unas palabras a todos. Ellos, no
se dijeron nada, pero temblaban de
felicidad sin mirarse.
Cuando terminó la ceremonia, Floriano
Chacón, el bromista, ajustó el paso al
de la pareja y deslizó en voz baja un comentario jocoso al oído de Dorita
Antón. Esta le devolvió una mirada displicente y contestó, perfectamente
audible, como si fuera un parlamento teatral que hubiera de llegar al fondo de
la sala:
—Perdone
caballero. Me llamo Flavia Contreras y yo, a usted, no le conozco. Seguro que es usted un buen hombre pero creo
que me confunde con otra persona.
El capitán Contreras sonrió y aquella
misma noche tiró su viejo pistolón al fondo del río.
24.06.2016
Más historias
Un
viejo televisor
Pilar
Antón
Vivíamos como tres en un zapato.
Papá, mamá, la abuela, mis tres hermanos, yo y un viejo televisor. Todos en una
diminuta casita de las afueras del pueblo en una inmensa pradera con un
sotillo de pequeños arces en un extremo.
Todos
estábamos atareados durante el día. Mi padre trabajaba en la ferretería del
pueblo, mi madre hacia labores del hogar fuera y dentro de casa, y cuidaba
niños propios y ajenos. Nosotros estudiábamos. Solo la abuela tenía tiempo para
ver el viejo televisor. Seguía ceñuda los programas hora tras hora, gruñendo
hasta cuando después de cenar, daban la previsión del tiempo para el día
siguiente.
Un
mal día, estalló un vendaval seguido de aguacero y el televisor,
parpadeó, dudó un momento y acabó por apagarse definitivamente. Un mal
momento, porque mi padre acababa de perder su trabajo en la ferretería del
señor Angulo por la escasez de ventas. Y la abuela cayó en un
aburrimiento, que resultó peor, que la dosis de malas noticias que recibía
antes durante todo el día. Un nuevo tema de preocupación, porque la situación
no era como para comprar un televisor nuevo.
Como sucedía muy a a menudo, Augusto, mi hermano pequeño, el más imaginativo,
intervino. Siempre tenía una idea disparatada y genial a la vez. Vació el viejo
televisor y después de cenar, se colocaba detrás y nos ofrecía el parte
meteorológico. La previsión del tiempo para el día siguiente, siempre era
maravillosa con variaciones casi insignificantes.
—Mañana, —decía Augustito engolando la voz—, hará un sol espléndido, un
poquieto de brisa para refrescar, veremos muchas flores en la pradera y los
arces del camino se llenarán de pájaros.
Unas veces acertaba y otras erraba de plano, pero por lo
que tocaba a aquella noche, la abuela sonreía y se marchaba a la cama
tranquila. Y con ella, todos los demás empezamos a convencernos de la bondad
del tiempo, a condición de que lo pronosticase Augustito.
Unos meses después, la gente volvió a comprar clavos y tornillos y mi padre
recuperó el trabajo. Compramos un televisor de segunda mano a un vecino y
arreglamos la antena del tejado. La abuela retomó sus ratos interminables
ante el televisor con lo que su humor desapareció por días y su ánimo se hundió
por completo.
—Era mejor el parte meteorológico de Augustito. —gruñía constantemente.
Como el negocio de la ferretería subía como la espuma, mi padre trajo por
Navidades un flamante televisor en color con la pantalla de plasma. Todo se veía
con más nitidez, todo se explicaba con más detalle.
Y
la abuela murió. Dijo el médico que de vieja pero los médicos se equivocan
muchas veces porque todo lo que saben lo han aprendido de los libros. Mi
padre solía encender un poco el televisor después de cenar pero cuando
anunciaban la previsión del tiempo, la apagaba y todos nos íbamos a la
cama aliviados. Supongo, que el presentador se quedaría encerrado dentro
del aparato, como dentro de un pequeño manicomio. Y nosotros nos íbamos a soñar
con el día de mañana que antes vaticinaba Agustito como radiante de sol, fresco
y poblado de gorjeos. Nadie nos va a amargar la vida.
Ahora ya saben por qué hay ese anuncio en el cristal de la ferretería Angulo:
“Se vende televisor
de plasma casi a estrenar”
23.06.2016
Más historias
No soy una adicta a las compras
Petra Balaguer
Del libro
"La consejera matrimonial y otras historias"
de próxima aparición.
Más historias
No soy una adicta a las compras
Petra Balaguer
Del libro
"La consejera matrimonial y otras historias"
de próxima aparición.
Créanme ustedes o no, yo no soy una adicta a las compras. Si lo
hubiera sido, como algunas compañeras de trabajo sostienen todavía, no estaría
hoy aquí en esta reunión tan elegante, rodeada de gente exquisita y
distinguida. Estaría, como alguna de
ellas pronosticaban, en una terapia de grupo para compradoras compulsivas
arrepentidas, arruinadas y desesperadas.
—¿Qué ha dicho el señor calvo? —me
pregunta una señora a mi derecha.
—Ni idea, —confieso—, estaba distraída.
Mi vecina, que lleva una blusita con
florecillas malva, me sonríe porque las personas elegantes no acusan pequeños
desaires.
No. Adicta no. Lo mío es una mera atracción
por las cosas bellas y una irrefrenable pasión, eso sí, por poseerlas. Sentido
de la estética. Y sería tonto disponer
de dinero y dejar volar tantas cosas maravillosas ante las propias narices de
una.
Mi vecina, la de la blusa de florecitas
mira furtiva las dos bolsas de colores que reposan a mis pies.
—¿Viene usted mucho a estas reuniones tan
encantadoras? —pregunta al fin.
Por mucho que me importune su insistencia,
yo soy una persona educada.
—No. Es la segunda vez. Me
cambiaron el horario de trabajo y ahora tengo todas las tardes libres para
nuevas experiencias.
Parece entender mi deseo de seguir
entregada a mis reflexiones y tras una sonrisa vuelve la atención a la cháchara
del hombre calvo.
No soy en absoluta una compradora compulsiva
pero veinte minutos antes de llegar a
esta reunión, me he regalado un conjunto de ropa interior nocturna en seda tono
ala de mosca que da vértigo. Un negligé de Miss Laurent. Un poco caro porque no
tengo a quien encandilar esta noche, las parejas me duran poco. Me daré unos
paseos desde el recibidor hasta el dormitorio contoneándome ante los espejos
del corredor, pero para dormir me reconciliaré con mi pijamita de franela.
—Ahora pasarán las azafatas repartiendo
tarjetas…
Está
claramente tomándome el pulso. Quiere saber si soy asidua a estas reuniones tan
glamurosas.
—Sí. Ya va siendo hora…—contesto ambigua.
Nada
más lejano de mí que ser una compradora compulsiva. Si lo hubiera sido como
asegura el viejo búho de mi asesor fiscal, estaría embargada hasta las pestañas
con mi misérrimo sueldo de Seguros Hércules.
Cierto es, sin embargo, que vendí mi encantador dúplex adosado con
jardín de las afueras para venirme de alquiler a un diminuto apartamento del
casco viejo. Es un apartamento cerca de la oficina que no requiere asistenta ni
jardinero. Un ahorro más, para poder dedicar el dinero a cosas más
trascendentes que engordar al proletariado.
—Veo que ha estado de compras…—vuelve a la
carga mi vecina, la de la blusita primavera señalando las bolsas reposando
junto a las patas de mi silla.
Se ve que no conoce el desaliento.
—Sí. Me compré unos zapatos divinos en
Glasso. Unos Blanhik de ensueño.
Si
una se compra unos zapatos de Manolo Blanhik
y no lo cuenta, es como si no se ha comprado nada.
Una
prueba más de que no soy una compradora obsesiva sino una mujer reflexiva. Hace
tres semanas, estos zapatos costaban más de tres semanas de mi sueldo. Hoy
estaban rebajados un cincuenta por ciento. Díganme ahora, si no es una jugada
financiera magistral ganarse de un golpe, en diez miserables minutos, el sueldo
de casi dos semanas. No tengo por qué ocultar que no me los podré poner porque
son dos números menos que el que calzo,
pero ha sido maravilloso. Con una sola pasada de mi tarjeta de crédito
he cambiado de pertenecer a la muchedumbre
de mujeres que no tienen unos Blanhiks,
al selecto grupo de las que los poseen. Sí, ya sé que no puedo siquiera
estrenarlos pero, ¿y el placer de decir en una fiesta “yo tengo unos Blanhik que
ni me pongo”?
—La
tarjeta. —me advierte mi vecina.
Y yo, dócil,
recojo a la azafata mi tarjetón de pedido.
No. No soy una esclava de las compras. Si lo
fuera, sería también una esclava del dinero y yo menosprecio el dinero. El
dinero en efectivo transporta gérmenes de uno a otro lado de la vida y pagar
con él es una indelicadeza y un riesgo higiénico para las dependientas. Yo solo pago con tarjetas. Las tarjetas son
varitas mágicas que convierten sueños en realidades y además no van por ahí
cargadas de bacilos. Bueno, uso efectivo algunas veces, a fin de mes, cuando he
sobrepasado el límite, para no sentir ese latigazo en el alma al ser
descubierto en caja. Pero son casos excepcionales. Con los bacilos no se juega.
—Hay aquí hoy un ambiente espléndido. ¿No
cree usted? —opina mi vecina haciendo un mohín.
Ya es constancia la de esta mujer. Pero
tiene un porte tan distinguido que no merece un desaire. Máxime cuando he
podido ver que casi ha rellenado su tarjetón de encargos.
—Pienso lo mismo, es un sitio encantador.
La presentación ha terminado y todas las
asistentes acudimos en tropel hacia un gran expositor sobre el que unas
jovencitas rubias y anoréxicas van empaquetando lo que clientas gordas y
sofocadas hemos comprado. Todo, cualquiera sea el tamaño, entra en grandes
bolsas negras con letras de oro y asas de cordón trenzado color burdeos.
Llevar un
par de bolsas de estas viste tanto como un traje de noche de Yves Saint Laurent
o un conjuntito de tarde de Chanel.
Las
azafatas hacen su trabajo con seriedad, el hombre calvo cobra con desgana
fingida y nosotras pagamos con auténtica delectación.
Ya en la salida, mi vecina se hace la
encontradiza. Lleva cuatro bolsas negras más que yo.
—Ha sido un shopping party sensacional.
—dice—. Me he quedado con todo, el juego de pañuelos de seda de Hermés, un
bolsito de Vuitton, la esencia de loto de Carolina… Con todo. Todo es divino.
¿Y usted querida?
Amilanada y confusa por lo modesto de mi
compra balbuceo.
—Yo… Yo solo dos pañuelitos de seda de
Hermés.
La sonrisa de mi vecina me tranquiliza. Ni
siquiera necesito mentir diciendo que tengo de todo.
—Me
encantaría volverla a ver. –asegura—. Podríamos quedar para tomar el té
cualquier día.
Cuando una mujer la lleva a una cuatro bolsas
negras de ventaja, es la compañera ideal para tomar el té.
—¡Cómo no! Cuando quiera… —acepto a media voz.
Su
rostro se transfigura.
—Y
podríamos luego ir de compras como buenas amigas. —añade con entusiasmo.
Ahora, no se por qué, acaba de llegarme al
alma. Y tocada por un resorte interior, acepto encantada.
—Me llamo Celia. —me presento yo formalmente.
—Yo, Ludmilla. —y entra directa al tuteo—.
Pero llámame “Ludmi”.
Nos damos un beso ligero como la pluma
timonera de un colibrí y salimos pletóricas. Es maravilloso hacer amistades.
Por
si todavía queda alguna duda, insisto. No soy adicta a las compras, soy una
adicta a la amistad. Escuchen, si no.
Ludmilla se ha enamorado de mis Blanhik
y yo he decidido compartirlos. Regalárselos hubiera sido solo un prueba
de generosidad, pero como somos más que amigas, como somos dos almas gemelas,
la acabo de vender uno de los dos. El derecho.
Esto
prueba de una vez por todas que ni ella ni yo somos compradoras compulsivas. De
serlo, ambas con toda seguridad, hubiéramos luchado a muerte por quedarnos el
par completo.
21.06.2016
Nuevas historias
Nuevo día
Hoy, dia de la ancianidad.
Pedro Navazo
Un
hombre no es viejo hasta que comienza a quejarse en vez de soñar.
La luz anaranjada contra sus
párpados, que se filtraba a través de los visillos de la única ventana, le
avisó de que debía ser más de las siete y, como de costumbre, cogió su mano,
antaño joven: miró su arrugada cara, sus ojos de un azul verdoso claro ya
marchitos, y con el guiño de complicidad de toda una vida, envuelto en el tan
familiar aroma a lavanda, se fundió con ella en un prolongado abrazo.
Un
nuevo día, el mismo amor...
14.06.2016
Otras historias
Claves para disfrutar de una feria del libro
Beatriz Rincón Córdona
Una
feria de libros huele a libro desde que abandonas la boca de metro. Paseas
impaciente hasta dar con la primera caseta y comienzas a andar en una dirección
indeterminada. Cientos de personas a tu alrededor, intentando hacerse hueco
para llegar a la primera fila de otro montón de libros tras el que tal vez se
escude algún escritor ilusionado. Hay tantos libros como te gustaría leer, pero
la vida está llena de duras decisiones, así que coges uno que te llama (no
tienes alternativa, te ha atrapado) y lo acercas a tu nariz. Un libro te cuenta
el principio de la historia oliéndolo. Pasando ágilmente sus páginas para que
deje entrever qué te quiere contar. Es él, lo sabes, te acompañara en cientos
de viajes y dormirá contigo miles de noches. Posteriormente pasará a engrosar
las filas de tu estantería junto a sus compañeros, ninguno más importante que
el anterior.
Pero
el momento en el que se produce el encuentro entre autor y lector, es en el que
la literatura coge otro color y tiene otro sentido. Ahí está quien te ha hecho
sentir y pensar. No le conocías más que mediante palabras, pero ahora dale la
mano, dos besos, agradécele haber nacido y haberse sentado allí durante horas
para que tú pudieras conocerle. Allí, entre miles de millones de páginas
esperando a ser leídas en estantes con carteles rojos y letras negras,
numerados, por si pierdes aquello que querías y deseas rescatarlo para que sea
tuyo para siempre. La Feria del Libro está llena de ilusiones de lectores que
desean seguir encontrando algo grande en la simplicidad de una encuadernación.
Y saber qué le transmite otra persona que tenía algo interesante y
emocionante que contar. Qué son los libros si no es compartir. Si no es darle a
otro la capacidad para experimentar lo que tú, entender lo que tú, vivir lo que
tú.
Aunque
para ir a una feria del libro haya que coger el metro, para viajar nunca hizo
falta salir de casa.
06.06.2016
Otras historias
La píldora
Carlos Robredo
Sus
componentes, en apariencia, son simples. Basta, habitualmente, con dos células
diferenciadas y algo de excipiente, presentándose todo ello en forma de
compuesto estable aunque, un entorno enrarecido durante su conservación o vida
efectiva, podría dañar la estabilidad de la fórmula.
Su
actividad, en principio, se dirige a proporcionar una alta concentración de complementariedad en los pacientes pero, para ello, la
simbiosis química ha de funcionar activamente en todos los ambientes sea cual
sea la temperatura y humedad de cada uno de sus integrantes.
Especialmente
indicado para personas que necesiten de compañía, acostumbradas a trabajar en
equipo y dispuestas a crear y dar formación a una amplia continuidad que,
seguro, ha de surgir como efecto de una correcta administración.
Sus
contraindicaciones son imposibles de concretar en este momento dado la
innumerable cantidad de situaciones que pudieran alterar sus efectos.
Debería ser
suficiente una única toma a lo largo de la vida y, a ser posible, en edad no
muy temprana, por eso, de ser utilizada por algún jovencito, será muy
perjudicial para su formación y desarrollo posterior, manifestándose, a lo
largo de su vida, un inevitable cúmulo de carencias y añoranzas.
En caso de
reacciones adversas, que podrán presentarse de muy diversas formas como largos
períodos de silencio, enfriamiento de su conjunto —en el mejor de los casos—, o
protuberancias en la frente que hacen que la aversión sea irreversible, se
debe, urgentemente, suspender el tratamiento, siendo aconsejable que se haga de
la forma menos traumática posible ya que, de lo contrario, los efectos
secundarios serían terribles y los hijos los más perjudicados.
31.05.2016
Más historias
Amor letal
(Día mundial contra el tabaco: 31 de Mayo)
A mi hija Andrea, fumadora compulsiva.
Aunque la relación ya llevaba años,
María se encontraba en un callejón sin salida del que le resultaba imposible
salir… Empezó muy pronto, con tan sólo diecisiete años, y sin darse cuenta, día
a día, se fue dejando arrastrar por él sin ofrecer resistencia alguna a su
seducción: era ya tarde cuando comprendió y supo que aquél amante la
traicionaría, y por más caricias que le regalase, por más que consintiera que
lamiese sus labios, nublase su vista o por más generosa que fuera permitiendo,
incluso, que se introdujese en su propio cuerpo, él la terminaría haciendo
daño, abandonando o, peor aún, asesinando…¡¡Maldito tabaco!!
28.05.2016
Más historias
Pedro Navazo
Tras ser diagnosticado, y después de una larga e
interminable espera de casi dos años para recibir el ansiado y vital órgano,
que le iba a permitir seguir viviendo más tiempo, cuando salió del quirófano
descubrió, horrorizado, que ya no amaba a su esposa, con la que llevaba casado
algo más de nueve años, y, en cambio, estaba terriblemente enamorado de la
viuda del donante.
22.05.2016
Más historias
Un accidente
Silvino Orofino
Aquella semana, habían caído dos
en la trampa. El sistema era infalible pero de una sencillez pasmosa. Uno de
los mozalbetes de la banda se ofrecía para ayudar a cruzar hasta la otra acera
al primer anciano que se pusiera a la vista.
Justo allí, en el cruce de la Avenida de los Poetas Muertos y la Calle
Libertador. El cruce más peligroso de la ciudad. Cuando ambos estaban en el centro, el pillo
daba un salto y el tráfico engullía al anciano como quien engulle una aceituna.
Aquel lunes, a pesar de ser prometedor como
todos los lunes en que los automovilistas andaban como pollos sin cabeza,
parecía haber poco tráfico. El nivel de contaminación en el aire se había
disparado y el alcalde había decretado medidas enérgicas. Una de ellas había
sido limitar el tráfico los lunes, a los coches con matrículas pares. Los
impares tendrían su oportunidad el martes y así sucesivamente.
Los golfos de la banda bromearon.
—Anda “Bizco”. Te ha tocado un día difícil. Veamos cómo te portas.
Y el “Bizco”
señalando a un anciano vacilante en el borde la acera abandonó el grupo de
holgazanes.
—Esperad y veréis. —dijo.
El “Bizco”
se acercó como podría hacerlo reptando un cocodrilo, hambriento y silencioso, cuidando
no asustar su presa.
—¡Vamos abuelo! —animó al indeciso—. En
un pis- pas estaremos en la acera de enfrente.
Y tomando al anciano por el brazo, ambos
descendieron al arroyo que por gracia de los semáforos, presentaba en aquellos
momentos una engañosa quietud. En unos pocos pasos, trastabillando sobre el
empedrado, llegaron al centro del cruce mientras en las cuatro bocacalles los
automóviles esperaban rugiendo el momento de ponerse en movimiento.
Cuando las luces de los semáforos cambiaron
y la encrucijada comenzó a hervir con el rugir de los motores, el “Bizco” soltó al anciano y intentó un ágil
salto a uno dce los costados, con la intención de alejarse. Sin embargo, el
anciano reaccionó veloz.
—¡Por Dios, criatura! ¿Dónde vas, loco?
¡Ven aquí, insensato! —chilló asiendo al golfillo por el borde de la camisa.
El “Bizco”
se desprendió con brusquedad de las manos del anciano, dio el salto que
infructuosamente había ensayado atrás y un chirrido metálico penetrante llenó
el ambiente sobreponiéndose al ruido de los cláxons.
El
“Bizco” no llegó vivo al hospital.
Sus últimas palabras, entre dientes, las que escuchó el chófer de la ambulancia
entre el rumor del tráfico, fueron:
—¡Jodida polución! ¿A quién demonios se le
ha ocurrido sacar de nuevo los tranvías? Si al menos llevasen matrícula…
21.05.2016
Más historias
Envidia tonta
Pilar Antón
Todos
los mediodías de nuestro largo veraneo
en la isla, Rebeca y yo acudimos a la terraza del Náutico a distraernos con la
contemplación de los chicos que suben y bajan al muelle. Rebeca es una envidiosa sin solución. Pero es
una amiga. Y una no abandona a un amiga
por un razón tan ligera. Se la
puede permitir cualquier tontería, cualquier salida de tono.
Solo
dos meses antes de comenzar el verano, nos hemos sometido a una dieta canallesca.
Yo he perdido un kilo, no sé si en las máquinas del gimnasio o en las manos de
la dietista. Rebeca sus buenos quinientos gramos. El resultado es que,
generosas, mantenemos nuestras redondeces
voluptuosas con las que nada pueden los maillots ajustados.
Cerca de nosotras, hormiguean muchachos
hechos a cincel, musculosos, hermosos apolos dignos del taller de Fidias para
los cuales parecemos tan invisibles como la cara oculta de la luna. Es
desesperante jugarse la salud y tirar el dinero dos meses antes para descubrir
que estos chicos morenos adoran, como
buenos latinos, los cuerpos anoréxicos y descoloridos de las visitantes del centro
y norte de Europa. Ni siquiera algunas orondas
walquirias parecen tener el mínimo éxito.
—Los hombres no son lo que eran. —casi
solloza Rebeca.
—Los hombres desgraciadamente son lo que
han sido siempre. Juguetes como nosotras en manos de la moda. Hoy se lleva la
chica delgada. Mañana la rellenita. No
desesperes Rebeca. —la animo yo.
Pasa en ese
momento por delante, una chica rubia, esmirriada y desgarbada y hace
una palomita con la mano. Nosotras correspondemos sin conocernos más que
de vista.
—Mírala. Lleva el pelo como un estropajo mientras nosotras pasamos por
la peluquería hasta para ir a la piscina.
La rubia, pálida y desmañada, se dirige al
grupo de chicos que estábamos observando aburridas y la cuadrilla de mozos
tostados y apolíneos se agita presa de una excitación inmediata.
—Pero, ¿qué pueden ver en semejante saco de
huesos? —me lamento yo.
—Estará
forrada de dinero. —afirma Rebeca con mucha seguridad—. Y si encima, tiene un
sonoro nombre extranjero… ¿Dónde vamos
nosotras con nuestro García y Gómez por apellidos?
Rebeca se acoda en el velador y murmura soñadora.
—¡Ah, si yo tuviera un nombre
extranjero!... Algo elegante y compuesto
como Trevor-White, Turn und Taxis, Fritz-James, Thyssen, Gordon-Lennox, Agnelli…
algo que suene principesco o que al menos huela a dinero.
El
camarero recoge los restos de nuestro aperitivo y nos trae un platito minúsculo
de aceitunas cortesía de la casa. Es un
chico joven, de modales cuidados con el que desde el primer día he congeniado.
Aprovecho para pedir dos nuevos martinis
y para preguntarle con discreción.
—¿Conoces a la rubia? —y señalo al grupo.
El camarero es un chico comedido. Se
inclina sin perder la compostura y me contesta al oído. No está bien visto que
el servicio cotillee de los clientes. A
Rebeca, esta familiaridad no le gusta demasiado.
—Das muchas confianzas al servicio,
cariño. —me reconviene con dulzura cuando el chico se aleja.
Y luego, más conciliadora me pregunta
también muy circunspecta
—¿Qué te ha dicho el mozo? Parece un
seminarista.
—Que volará pronto. —contesto yo—. Me lo asegura.
Dice que mañana volará. Que está de paso.
—El camarero viene de camino con los dos martinis pedidos y un platito de
berberechos desdichados.
—Pregúntale por su nombre. —me susurra
Rebeca.
Cuando el mozo deja el servicio en la
mesita, murmuro a su oído la pregunta y cuchicheamos un instante.
—¿Qué te ha dicho tu seminarista?
—pregunta Rebeca con ansiedad.
—Es húngara. Y se llama Drosophila
Melanogaster. —contesto yo.
El rostro de Rebeca se ilumina.
—¡Te lo dije! Sabía que tenía que ser una
aristócrata centroeuropea. Tan “light”, tan “cool”,
tan ”chic”…
—Pero, ¿cómo lo sabe él? ¿Cómo sabe eso
tu seminarista?
—Me acaba de explicar algo que no
esperábamos.
—¿De verdad? ¿A qué te refieres? —pregunta Rebeca
incrédula.
—Me ha explicado por qué los atrae como moscas.
—¿Qué entenderá de mujeres un seminarista? —insiste.
—El seminarista no es camarero. Es un doctor
en Biología en paro. —corrijo yo.
—Pero, ¿qué te dice? —insiste.
—Que Drosophila Melanogaster significa “Amante del rocío de vientre negro”
—aclaro.
Rebeca abre los ojos hasta ponerse en
riesgo de perder los globos oculares.
—¡Qué me dices! Eso sí que es maravillosamente
poético. —dice muy convencida—. ¡Qué
fina es esta gente de la aristocracia! Seguro que es una baronesa.
—Sí. Pero deja que te aclare. Drosophila
Melanogaster es lo que en lenguaje vulgar se conoce como “Mosca del vinagre”.
Rebeca me mira con el estupor pintado en el
rostro. Luego mira de nuevo al grupo de los alborotadores exquisitos y murmura.
—Los veranos ya no son los de antes. Esto
es una locura. Nosotras no somos nadie.
20.07.2016
Mas historias
Yo no soy Messi
Pedro Navazo
Lo
que más me ofende de este tiempo amoral, indecente y mendaz es la falta de
vergüenza de ciertas personas ante conductas reprochables o delictivas, ya sean
estas propias o ajenas. En lugar de avergonzarse y pedir perdón, se vienen
arriba y terminan abroncando y descalificando a la Justicia y a cuantos se
atreven a recriminar sus actos fraudulentos. En un intento de cargarse de
dignidad, viene siendo fea costumbre cuestionar los veredictos judiciales,
cuando estos no son favorables, diciendo, en el mejor de los casos, cosas
semejantes a esta: “Acataré o acataremos la sentencia, pero no la comparto o
compartimos”. Y tanto que no la comparten. Por eso sus declaraciones, tan
rotundas como tramposas, intentan cuestionar a la Justicia y justificar el
delito.
“No
vamos a tolerar que se trate a Leo Messi
como a un delincuente”, se han apresurado a decir en el Barça al
saberse la sanción (21 meses de cárcel y 2 millones de euros de multa) de su
jugador. Pues bien, delincuente es el que delinque (RAE) y delinquir es cometer
delito: Y si Leo Messi ha sido condenado por la Justicia es porque ha cometido
delito. Por tanto, cuando dicen que todos ustedes son Messi, tendrán que
explicarnos más claramente si lo son porque admiran su virtuosismo con el balón
o con el fraude fiscal.
17.05.2016
Más historias
Teleburger
Alfonso Bengoechea
Como tantas noches anteriores, la
anciana recogió el paquete y depositó en la mano del recadero, el importe del encargo y
unos céntimos de propina. Llevar un
paquete de hamburguesas hasta aquella cabaña perdida en el bosque, aunque
llegaran tibias, bien merecía un pequeño premio.
El muchacho se creyó obligado a
corresponder con un consejo.
—No sé, señora, si a su edad son buenas tantas hamburguesas. Creo que abusa usted un poco de la carne roja.
—No sé, señora, si a su edad son buenas tantas hamburguesas. Creo que abusa usted un poco de la carne roja.
—Ocúpate de tus asuntos, mentecato. —cloqueó la anciana como una
gallina vieja, cerrando la puerta bruscamente.
—¡Qué modales! —se dolió el recadero.
El chico se caló la gorra con el nombre del
teleburger, encendió el motor del ciclomotor y se colocó los guantes de
conducir en invierno. Mientras se desentumecía los dedos antes de arrancar,
repitió.
—¡Vaya modales!
Dentro
de la cabaña, perdida en la soledad del bosque, la anciana se desembarazó del
chal de lana, tiró la cofia a un rincón y se desprendió de sus anteojos. Luego sin apartar la vista de la docena de
hamburguesas posadas sobre la mesa, se despojó despacio los guantes. Así, sin tanta ropa de abrigo, quedó en las
mejores condiciones para devorar la docena de hamburguesas.
La vida moderna tiene a veces —pensó—,
cosas que pueden ser maravillosas. Por ejemplo que abran tan cerca un burger, con
servicio a domicilio y una inteligente política de descuentos por cantidad.
Esto es, no lo duden, lo mejor que puede
sucederle a un lobo viejo, cuando por la edad, ha perdido los dientes.
Cine Mombasa
Alfonso Bengoechea
14.05.2016
En el neón rojo del Teatro Cine
Mombasa había siempre una letra
parpadeante. Estaba así, vacilante
durante semanas, hasta que se apagaba definitivamente
y entonces, Fredesvindo el maquinista, sacaba al balconcillo una escalera
extensible y cambiaba el fusible entre los aplausos de la chiquillería.
Y vuelta a empezar.
El Mombasa hacia tres sesiones entre
semana, una extra de cine serio, sin niños, los sábados después de cenar y los
domingos una matinée de películas mudas de troncharse, en blanco y negro, para la que cada uno montaba
su diálogo con el vecino intercambiando pipas de calabaza, chufas y otras
gollerías.
El Mombasa programaba siempre cosas serias
aunque fueran siempre las mismas cosas
serias, porque la seriedad es un atributo permanente. Siempre clásicos una y
otra vez.
Cuando se llegaba a la cola de la
taquilla, sin prisas, media hora antes
de empezar la sesión, se hacía de forma tranquila, muy educadamente, cediéndose
el turno unos a otros con una cortesía pertinaz. Se cruzaban pronósticos
anticipados sobre el éxito de la película y se hacían alusiones a otra muy buena también, que curiosamente,
siempre, habían puesto justo el año pasado por estas fechas.
Nati, la taquillera del Mombasa informaba de quien había entrado y quien no, con
lo que uno tenía la impresión de entrar en la sala de estar de su propia casa.
Confirmaba, de paso, las butacas libres, recomendando unas y arrugando el
morrito encarminado cuando el cliente pedía equivocadamente una muy trasera o
correspondiente a los tenebrosos laterales. Ahora bien, díganme ustedes para qué si cada uno después
se sentaba a su gusto. Pero, era esta una costumbre, un rito, con el que todos
estábamos encantados.
Sobre el argumento y desenlace final de la
película, Nati no solía dar mucha información. Esa tarea se reservaba a
Argimiro el portero que te rompía de la entrada una diminuta esquina, como si
el resto del boleto te hubiese de servir luego para algo importante, pongamos
por caso, para entrar en el cielo.
Como las películas duraban casi tanto como
las historias que contaban se intercalaban descansos, sobre todo, tras el
noticiario que siempre parecía copiado del de la semana anterior. Se encendían
las luces de la araña amenazante del techo y en la pantalla se proyectaba una sugerencia. “Visite nuestro ambigú”
Pero los niños ignorábamos que el Cine
Mombasa era un negocio. O que eso
pretendía. Y el último dueño, un señor
con un puro que tenía una ferretería en la capital, trajo a un experto en estas
cosas, un genio de los negocios, para
enderezar el Mombasa, que hacía aguas. Económicamente hablando, claro.
Segregaron ambigú y
taquilla y sumando parte del vestíbulo, quedó un sitio divino. Tan
divino que quedó suficiente para la
sucursal de un banco.
El banco instaló un cajero automático que
vendía las entradas. Como consecuencia, llegaba uno al cine y ni sabía si
había llegado su primo, ni hablaba con
Nati del tiempo, ni se enteraba a qué hora terminaba la función.
La entrada se introducía en la
ranura de un torniquete que a cambio giraba para que pasaras a la zona en
penumbra. Desaparecía la entrada dentro y tú te preguntabas con qué marcar la página en que ibas leyendo a Zane
Grey. Como ya no había ambigú no podía
uno tomarse una triste gaseosa y no había descanso. La verdad,
¿para qué hacía falta un descanso si no había ambigú?.
No estaba ya Argimiro picando entradas con
su habitual delicadeza y todo era incertidumbre sobre el programa de la semana
siguiente. Eso sí, las entradas no eran numeradas con lo que cada uno podía
elegir su butaca. Es decir, igual que antes. Para este viaje, sobraban tantas
alforjas.
Después del noticiario, tán rápido todo, casi te encontrabas de sopetón
a John Wayne metido en la inauguración de un pantano. Y cuando digo John Wayne
no sé si exagero porque ya se le veía poco por el Mombasa. En la pantalla, se veían más chinos y
extraterrestres que otra cosa. A saber,
digo yo, qué le habría hecho John Wayne al hombre del puro para castigarle así.
Todavía no entiende el hombre del puro
como fracasó el negocio después de
tanto ahorro en personal y otras menudencias
como cambiar el letrero de neón por otro de letras macizas que, ¡oh la
economía!, no gastaban
electricidad.
Luego dicen que se muere el cine. Pero no
se muere solo. Es que lo matan.
Otras historias
Breves lecciones de historia
Un cónclave desconocido
Alvaro Miribilla
Uno de los menos conocidos
episodios de la historia es el cónclave que se
convocó en Mayo de año 600 para dilucidar la posición de la
pereza como
pecado capital. Había una fundada sospecha de que la pereza no solo
debía descartarse como pecado capital, sino que incluso podría llegar a
considerarse una virtud de bajo nivel. Algo así como una virtud venial.
Se inauguró el mminiconcilio correspondiente en la Capilla Sabatina. El primero de los cardenales asistentes
argumentó no sin razón que el afán desordenado de perseguir la riqueza, propia y ajena, requería una
dedicación sin reservas, atención y trabajo constantes que resulktaban incompatibles con el espíritu
perezoso.
Arguyó otro, que afilar cuchillos y no
digamos ya levantar iracundo el hacha contra el vecino tampoco eran tareas de
gusto para un perezoso, pues implicaba un repaso concienzudo de los filos en la
piedra arenisca, la búsqueda del momento adecuado para dar suelta a su ira y
sobre todo, diligencia en escapar.
El tercer cardenal, teólogo eximio, razonó
qu el hombre perezoso, mal puede pecar de soberbio mientras se entrega al “dolce far niente”, por lo que pereza
podría verse benévolamente como una virtud teologal.
Un amanuense,
tomaba nota religiosamente de las opiniones y votos de los teólogos.
A su turno, el cuarto cardenal sostuvo
como muy razonable, que el hombre
perezoso suele adormecer sus apetitos, y si renuncia en ocasiones al mero sustento
por abulia, cuánto más a los placeres de la mesa.
El quinto teólogo, pontificó que la pereza
es la renuncia obvia a cualquier tipo de envidia, salvo en casos extremos en
que se apetece precisamente, abandonarse más que el vecino a las dulzuras de la
holgazanería.
Cuando llegó el turno al sexto cardenal, con
un alarde grandilocuente de gestos, algo equívocos para hombres supuestamente
castos, expuso algo ocioso de defender. Nada hay que ponga tantos y tan robustos palos en la rueda del
pecado de lujuria como la pereza.
La votación fué unánimemente favorable a retirar a la pereza de la ominosa lista. El amanuense, el monje Casiano Póntico, quedó comisionado para redactar el acta final y presentarlo al papa, Gregorio para su firma final.
La votación fué unánimemente favorable a retirar a la pereza de la ominosa lista. El amanuense, el monje Casiano Póntico, quedó comisionado para redactar el acta final y presentarlo al papa, Gregorio para su firma final.
Pero la pereza, muchos siglos despué, sigue en la lista junto a pecados que harían sonrojar a una piedra. La causa, se ignora por qué, es que el acta nunca llegó a
la firma del sumo pontífice. Ni siquera fue pasada limpio por Casiano Póntico.
Seguramente, fue por pereza.
Día del padre
Pedro Navazo
18.03.2016
Yoko,
una muchachita de once años con rasgos inequívocos orientales: cara
perfectamente redonda, en cuyas mejillas se forman al sonreír dos atractivos
hoyuelos que residen allí de forma casi
permanente, pues es raro que no esté sonriendo, nariz chata, ojos rasgados y distantes uno de
otro que, según como les de la luz,
parecen dorados, verdes o, incluso, de color zafiro y una larga melena
morena cayéndole sobre la espalda como una cascada, se ha levantado
especialmente feliz algo más pronto de lo habitual. Es “El Día del Padre” y
quiere sorprender preparando ella sola el desayuno.
Primero, en una bandeja, pone un
platito con algo de fruta, un zumo de tomate y un café descafeinado, junto con
una tarjetita de felicitación (diseñada por ella misma) y una corbata de seda
en tonos acarminados, envuelta en un llamativo papel de regalo.
Después, en otra bandeja, hace lo
propio ordenando una pieza de pan tostado, untado con mantequilla y mermelada,
un zumo de naranja y un vaso con leche fría; así mismo, de forma visible,
coloca otra tarjetita ( parecida a la anterior) y una loción de afeitado
empaquetado con el mismo papel con que envolvió la corbata.
Supervisadas las dos bandejas,
contenta con el resultado final, se dirige al dormitorio y lleva los dos
desayunos para celebrar el día, no con uno, sino con los dos padres que tiene
la suerte de tener, y que la aman y cuidan de ella a diario.
Solo suposiciones
Alfonso Bengoehea
04.03.2016
Sonaron
tenues, casi tímidos, unos golpecitos de nudillo sobre la puerta de entrada. La
esposa, bañada en lágrimas, acudió sonándose con un pañuelito diminuto. Al
abrir, encontró un hombre entrado en años.
—Buenas. ¿Llamaron de aquí…? —dijo el
desconocido.
—Si. Llamamos a la policía. —aclaró la
mujer.
—Yo soy la policía. —aseguró el recién
llegado.
La mujer llorosa miró al desconocido de
arriba abajo. Tenía un uniforme gastado y poco planchado y los zapatos no eran
del color que usan servidores de la ley.
—Disculpe, —dijo cautelosa mirando su uniforme— pero, ¿no es usted algo mayor para estar aún en servicio?
—Eso es solo una suposición. Si supiera usted los años que tenemos que
estar en activo para cobrar una mala pensión…
La mujer llorosa hizo un hipo lo que significaba que daba el tema por resuelto y acompañó al policía hasta el
salón. Allí, sentado en el sofá, un hombre en pijama acodado sobre sus propias
rodillas sostenía su cabeza entre las manos, mesándose el cabello.
—Es la policía, cariño. —dijo temblorosa.
Y luego aclaró al uniformado.
—Es mi marido. Esta desolado.
Hechas las presentaciones, se impuso proceder.
—Pasemos a lo nuestro. —anunció el policía sacando una libreta y un
diminuto lapicero—. Les ruego que se
remitan a los hechos pura y simplemente. Yo me encargaré de sacar las
conclusiones.
Los dos inquilinos asintieron dócilmente.
—Veamos.
—El abuelo, quiero decir mi suegro, ha desaparecido. —dijo el hombre del
pijama.
—Muy bien. —asintió el viejo policía—. Eso es un hecho.
—Estábamos ya acostados, oímos un ruido y subimos a su habitación en el
piso de arriba. Descubrimos que había desaparecido.
—Lo doy como un hecho cierto.
—La puerta de casa estaba cerrada y él no tiene llave.
El viejo policía tomaba notas de
todo, concienzudamente. Tan concienzudamente, que parecía que en su vida no
hubiera hecho otra cosa que tomar nota de desapariciones.
—¿Edad?
—Ochenta y tres.
—Muy bien. Es un dato firme. ¿Pelo?
—Blanco.
—¿Altura?
La mujer interrumpíó el informe.
—¿No tendríamos que avisar a los bomberos?
—¿Bomberos? ¡Qué disparate señora! El caso está en mis manos.
—Pensaba que los bomberos…
—Eso es solo una suposición. —dijo el policía dedicando a la mujer
una mirada feroz— . ¿Altura? —prosiguió.
—Uno setenta.
—¿Algún trastorno mental? A estas edades…
Los esposos intercambian una mirada incómoda.
—Ninguno. Está en su sano juicio.
—Eso, es todo una suposición.
—¿Han tenido algún disgusto reciente, alguna discusión familiar?
—Ninguna. Jamás. Esta casa es una balsa de aceite y mi suegro el hombre
más feliz…
—Una suposición. Tendrían que saber la cantidad de gente que desaparece
después de parecer durante años
absolutamente feliz. Radicalmente, es una suposición.
—¿Han notado que falte algo de la casa?
—Sí. —se apresuró a decir el marido—. Un abrigo de mi mujer.
—Un abrigo de verano color burdeos con flores bordadas en seda.
—puntualiza la esposa.
—Eso es una suposición. Puede haberlo olvidado usted ayer en una tienda,
pongamos la carnicería, donde el lechero…
De pronto la mujer pensó en el detalle del abrigo e ignorando la
objeción estalló en lamentaciones.
—¡Pobrecillo! ¿Qué va a hacer una noche como esta con un abrigo de
verano?
—Señora, eso es una suposición. Una cadena, mejor, de suposiciones.
Veamos su habitación.
Todos subieron al piso superior e inspeccionaron la habitación del
abuelo desaparecido.
—Alguien le ha ayudado a escapar. Han tenido que poner una escalera
desde fuera. —aventura el marido.
—Eso es una suposición. Seguramente ha bajado por la canalera hasta
llegar a la parra… Es lo típico. —rectifica el sabueso.
—¿Por la canalera? Mi suegro es un anciano de más de ochenta años,
agente. Hace dos meses tuvo un ataque de ciática… Es impensable que baje por
una canalera. —dijo el marido consternado.
—¡Si apenas puede moverse! —puntualizó la mujer.
—Eso es una suposición.
—Pero morirá de frío…
—Eso es una suposición.
—No veré más a mi padre —rompió en sollozos nuevamente la mujer.
—También es una suposición. Tranquilícese señora.
—Seguramente se ha perdido ya en el bosque. Morirá de frío.
—Afortunadamente señora, eso es solamente una suposición. Mañana estará
de nuevo en casa.
—¿Usted cree? —preguntaron ambos a dúo.
—Estoy absolutamente seguro. Sería el primer caso que no resuelvo
satisfactoriamente.
El viejo policía guardó su carnet de notas, tiró de los faldones de su
guerrera y sonrió.
—Señores. Estoy totalmente seguro. Mañana tendrán a su abuelo de vuelta
a casa. Que ustedes descansen.
El matrimonio acompañó al policía hasta la puerta. Antes de cruzar el
umbral, el policía advirtió sonriente.
—Y eso de los bomberos… Olvídenlo. El tema está en las mejores manos.
Las mías. Buenas noches.
Fuera de la casa, el polizonte dobló la esquina, subió a un coche sin
distintivos policiales y se sentó junto al conductor que mantenía el coche en
marcha al ralentí.
—Me han contado lo del ataque de ciática.
—comentó divertido—. ¡Vaya imaginación que tienes!
—Eso fue una suposición. —contestó el conductor que llevaba un
abriguito burdeos con recamado de seda
en forma de flores.
—Anda, acelera un poco, o llegaremos cuando ya esté acabando la fiesta de
disfraces.
El pensionista
Carlos Robredo
21.02.2016
Desde
que recibió la carta en la que oficialmente le confirmaban los datos que él ya
sabía, había estado muy nervioso. Y nervioso seguía al entrar en el banco y
situarse detrás de las dos personas que le precedían frente a la ventanilla de
caja.
Mucho
tiempo llevaba haciendo cábalas, tomando notas y apuntando recordatorios de
citas de una u otra Ley en unas cuartillas que amontonaba sobre el viejo
aparador de su casa; estudiaba supuestos y les aplicaba variaciones que él solo
decidía. Y sobre todo, hacía, rehacía cuentas, sumas restas, porcentajes…
Pero,
al fin, la carta le había llegado y estaba ya en el banco, frente al cajero,
esperando ese primer montoncito de billetes que, aunque ya sabía que iban a
resultarle escasos, los recibiría como agua de mayo por ser su única salvación.
Vivía
solo, viudo, con hijos tan distantes en lo geográfico, y en lo afectivo, que
apenas se acordaba de sus nombres.
Tantos años de trabajo
para salir adelante en ese pisito de alquiler de toda la vida que poco a poco
le sangraba y agotaba sus ahorros por el sin fin de averías que aparecían
demasiado a menudo, tantas y tan caras facturas de la luz, del gas, por la calefacción
del invierno que se hacía inevitable en su fría ciudad, tantas miserias y tanto
pasar hambre desde que murió su mujer y quedó al albur de su propia soledad; él
que nunca había frito un huevo, él que no sabía cómo doblar el embozo de la
sábana y al que le costó una larga semana aprender cómo funciona una lavadora;
a él, por fin, le llegaba la pensión.
Y estaba allí, detrás
de una señora que se le antojaba acostumbrada a eso de hacer colas mientras él
apenas podía disimular su impaciencia. Y estaba allí, en la penumbra de la noche, bajo la única
bombilla que lucía en la lámpara de comedor de ocho brazos, repitiendo
mentalmente todos los cálculos que un día tras otro escribía en sus cuartillas
a las que numeraba y ponía fecha, pues llevaba tanos años con sus anotaciones
que de otra forma le hubiera resultado muy difícil encontrar los párrafos o las
sumas que creyese necesitar para continuar sus apuntes con el fin de llegar a
una cifra que realmente le consolara, pero eso no sucedía nunca, y lo sabía. Las
escasas cotizaciones a la seguridad social y su baja cuantía, a pesar de los cuarenta
y siete años de trabajo siempre como aprendiz en un almacén de material de construcción,
no le aportarían una pensión digna ni suficiente por mucho que se empeñara en
llenar y llenar cuartillas y cuartillas con cábalas matemáticas.
Le tocó el turno, y
cara a cara con el cajero de la entidad de crédito, como las llaman algunos petulantes
financieros, le miró a los ojos y, luciendo una emocionante sonrisa, haciéndole
pasar por la ranura del cristal que protegía al eficiente empleado, le acercó
ese documento que, como un tesoro o una promesa que iba a cumplirse en ese
momento, llevaba en el bolsillo interior de su abrigo.
El chasco que se llevó
fue monumental al comprobar que ese señor al que, al fijarse bien, le descubrió
una cara que se le hizo inexpresiva y ciertamente antipática, no parecía emocionado con el texto del
comunicado oficial que acababa de leer, más aún, se le notó que saltaba algún
párrafo y dirigía su vista directamente a la casilla que, al pie de la segunda
hoja, decía: importe a abonar.
Pero daba igual, al
abandonar el banco se olvidó de ello. Él ya tenía su pequeño fajo de billetes
en las manos junto a unas pocas monedas que hacían cuadrar, con el importe exacto,
el cobro realizado y, de esta manera, absolutamente feliz, pues de repente
olvido lo escuálida de la pensión, salió a la calle sonriendo mientras con mimo
acariciaba el pequeño fajo que supondría su sustento futuro, y tanto pensaba en
sus billetes, en esa cantidad que a partir de ese momento percibiría los días
treinta de todos los meses, que se abalanzó a cruzar la calle sin percatarse de
la proximidad de la camioneta que acababa de descargar unos pedidos en una de
las tiendas cercanas. La camioneta le arrolló, después se oyó el brusco frenazo
pero ya estaba todo hecho. El pensionista yacía en el suelo, en el centro de la
calzada, sin haber alcanzado la acera de enfrente.
La gente se arremolinó
junto a él, le rodeaban profiriendo gritos en incipientes disputas y hasta el
conductor de la camioneta se unió a ellos para conseguir alguno de los billetes
que revoloteaban por el lugar.
De las monedas nadie
hizo caso.
Memorias de una aprendiz de escritor.
II.- La vidente de Barcelucero
22.01.2016
Fue Don Nicanor, el mismísimo redactor jefe de "El Eco de la Meseta", don Nicanor Robledillo en persona, quien descubrió mi paradero, al cabo de unos días, tras la metódica eliminación, uno tras otro, de todos los lugares poco recomendables de la ciudad.
El señor Robledillo es un negociador
incansable. Esgrimió tantos y tan bien construidos argumentos a mi favor, que
la dirección clínica aceptó que mi estancia en el psiquiátrico había sido
circunstancial. Sin embargo, tras ver analizar a fondo mi perfil, convinieron
en que mantuviese el uniforme amarillo hasta más ver. Para el señor Robledillo no había uniformes
de su talla pero le abrieron ficha detallada con dos fotografías, una de pie y
otra sentado.
Cuando salió a la luz el siguiente número de "El Eco de la Meseta", Carlitos, el sobrino del señor Robledillo había estropeado su bici y la ingrata tarea de
repartir la revista en los pueblos cercanos recayó en mí como cae una losa de
granito desde una nube a un paseante desprevenido.
A Carlitos, el enchufado, le asignaron la
distribución urbana. Repartió cómodamente, los ejemplares de doña Carmen en la Residencia Psiquiátrica, de
don Severino el censor, del monaguillo mayor del obispo… todas entregas sencillas
y descansadas, las que yo había realizado hasta la fecha.
A mí sin embargo, me tocó el restaurante chino de Ucero, el cura de
Valdelubiel y Rosaura, la bruja de Barcelucero entre otros suscriptores de
categoría.
Cuando llegué a Barcelucero, Rosaura la
adivina, me aguardaba en la puerta de su casita a la sombra de la parra. Deduje
que había presentido mi llegada. Es lo que se espera de una bruja.
—Caramba, un chico nuevo. ¿Dónde está
Carlitos?
—Hemos cambiado la zona de reparto —contesté
evasivo.
Maldita la gracia que puede tener una bruja
que no adivina que el remilgado Carlitos había roto su bici.
—¿Y esa blusa amarilla?
Me encogí de hombros. Yo suponía que para
eso estaban las brujas, para adivinar lo que es difícil de explicar.
—Pasa, pasa te haré un chocolate a la taza.
A Carlitos le gustaba mucho.
Habida
cuenta que ya estaba de vuelta a casa y todas las entregas realizadas
escrupulosamente, no venía mal el chocolate.
La adivina me hizo sentar a una mesa
camilla con las faldas estampadas de flores
tropicales y me sirvió la primera jícara con unos picatostes algo
revenidos.
—Mientras te tomas el chocolate, te echaré
las cartas. Un servicio gratis. Yo siempre regalo el primer servicio. Me
servirá para no perder soltura.
La vieja Rosaura sacó un mazo de cartas que
ya eran viejas cuando bautizaron a don Heraclio Fournier y las fue colocando en
la mesa mientras murmuraba cosas ininteligibles. Ajeno a todo, yo mojaba
picatostes y pan duro en el chocolate como si me fuera la vida en ello.
—Te veo futuro en el comercio. Tienes
madera.
—Perdone señora Rosaura—. interrumpí con la boca llena—. Yo, lo que voy a ser, es escritor.
En aquel momento toda mi confianza en los
vaticinios de la bruja cayó como un castillo de naipes bajo una tormenta de
verano.
—Perdona querido. Las cartas dicen que lo
tuyo es la música. Y además, que tienes
condiciones.
—Pues las cartas se equivocan señora
Rosaura. Yo quiero ser, y seré escritor. Bueno, —me corregí a mí mismo— de
hecho soy ya escritor. Mire “El Eco de la Meseta”, pagina
catorce, ese cuarteto al otoño.
—Carlitos era más educado, cariño.
—Señora Rosaura, el chocolate estaba
riquísimo y no quisiera parecer descortés pero… —E hice ademán de levantarme
para salir de la estancia.
Pero una adivina que se precie no se rinde
en cuanto el primer mocoso se indisciplina. Como mucho, se enfada un poco. Esa
era la bruja Rosaura.
—Bueno, querido, veamos que dicen los posos
del café. —aceptó a regañadientes.
La vieja se acercó al fregadero que
rebosaba vajilla a la espera de ser lavada y escogió una taza de desayuno. La
llevó con cuidado a la mesa y consultó los posos como quien busca oro en un
pozo sin fondo.
—Chavalín, —observó triunfante un instante
después— ¡llevabas razón! Ahora lo veo tan claro como el cielo de una mañana de
Abril. Los posos del café lo confirman. Tu
futuro es la literatura.
Me detuve en el mismo umbral de la puerta.
Aquello había tomado mejor color.
—Chico, no quería darte un disgusto. Lo de
las cartas suele fallar. Pero los posos son infalibles. Veamos la bola. Para
detalles, nada como la bola.
Muy decidida, pasó a la habitación contigua
de donde trajo una bola de cristal blanco, algo deslucida. La colocó en el
centro de la mesa y pareció entrar en trance. Yo, súbitamente interesado olvidé
mi prisa y me senté dócilmente. El examen de la bola duró un poco más que las consultas
anteriores. Y la vieja Rosaura, iba recitando con la entonación de quien está descubriendo
algo inesperado, mis futuros avatares literarios, premios, aplausos, viajes, ceremonias, felicitaciones
—Vaya, vaya… Vaya, vaya… ¡Qué curioso! Si, muy curioso… Jamás había
visto en la bola un futuro escritor en toda su gloria. Tómate otro chocolate,
chavalín.
Embargado por la emoción, borracho de
gloria futura y empachado de chocolate, no reparé en que anochecía. Al
descubrirlo, empecé a impacientarme.
—Perdone señora Rosaura pero todavía tengo
que llevar “El Eco de la Meseta” al cura de
Valdelubiel. –mentí.
—Bueno, chavalín, no te entretengo. Es casi de noche y no es
bueno que andes por ahí vestido de amarillo. Llévate mi burro. Ruperto sabe
volver a casa.
Monté sobre el asno que olisqueó divertido mi
traje amarillo y emprendí la vuelta a casa.
Hoy,
medio siglo después de aquel día, estoy
a punto de jubilarme. Escribo anuncios por palabras en el periódico
local, tras años de no parir un relato decente ni escribir un triste pareado.
No deja de asombrarme, que los viejos del lugar se deshagan en elogios de la clarividencia y la finura de los pronósticos de la señora Rosaura, la vidente de Barcelucero, y que sin embargo, nadie se acuerde de Ruperto, su burro, que sin conocerme ni preguntar a nadie, me dejó aquella noche en la mismísima puerta de mi casa.
No deja de asombrarme, que los viejos del lugar se deshagan en elogios de la clarividencia y la finura de los pronósticos de la señora Rosaura, la vidente de Barcelucero, y que sin embargo, nadie se acuerde de Ruperto, su burro, que sin conocerme ni preguntar a nadie, me dejó aquella noche en la mismísima puerta de mi casa.
Don Severino y los capitanes
Carlos Robredo
19.12.2015
19.12.2015
Por fin, transcurridos muchos años, don Severino ha venido a charlar conmigo.
Saben, porque en varias ocasiones se lo he contado, que
estaba ávido de mantener con él una conversación. Le veía rondar por mi casa, le veía moverse
en levitación, de un lado a otro, y veía como desaparecía cuando se percataba
de que le había visto. Le llamaba, incluso gritándole, y mi familia me
regañaba y decía que yo estaba loco y obsesionado con mis visiones, pero no
eran visiones en su sentido imaginativo aunque sí lo eran en la acepción más
exacta de la palabra; visión sí, porque yo le veía.
Para no alargarme les
diré que vino y se sentó frente a mí, junto a la chimenea, esta misma noche,
noche de invierno fría, oscura y silenciosa, como es habitual en estas tierras
sorianas.
Pero no vayan a pensar
que sostuvimos una conversación larga y profunda, eso hubiera querido yo pero
él, el muy tunante, se adentró en la monotonía de un monólogo que yo no
conseguí abortar aunque, de vez en cuando, y al finalizar algunas frases, me
permitiera mínimas palabras mientras dejaba escapar unos jijí la mar de curiosos
y divertidos pues, él mismo, don Severino, lo estaba pasando en grande con el relato que se proponía darme a conocer y,
a cada uno de sus jijis, le acompañaba con muecas esculpidas en su cara, como
de niño travieso. Ya me entienden ¿verdad? Todos recordamos a nuestros chiquillos
cuando hacen alguna trastada o nos pretenden engañar con una travesura y saben
perfectamente que lo suyo, lo que están haciendo o diciendo, merece una leve
regañina. Entonces es cuando, inocentemente, ponen cara de traviesos y dejan
escapar unas risitas muy parecidas a los jijí de don Severino.
¿Qué por qué, el hasta
hoy distante sacerdote, se reía de esa manera pensando en su propio relato?
Ahora mismo se lo cuento pero déjenme ir al principio del asunto.
Decía que, como en todas
las ocasiones anteriores en que lo hizo, apareció en mi casa sin saber cómo ni
por dónde entraba, sin ruidos ni saludos, como hacen los espíritus de bien que
no quieren asustar, pero hoy, sentado ya en una butaca, frente a la chimenea,
se dejó ver aunque, al principio, sin hablarme. Era la primera vez que lo hacía
así. Siempre aparecía, andaba de una pared a otra raudo, silencioso, con las
manos cogidas a su espalda y en cuánto se daba cuenta de que le había visto,
enarbolando sus hábitos, se esfumaba. No voy a insistir en estos detalles que,
machaconamente, ya los tengo relatados en otras páginas pero sí tengo que
decirles que su manera de actuar en esta negra noche de diciembre, me ha
sorprendido tanto que aún ahora no le entiendo.
Cuando se dejó ver, ya
tenía en sus manos mi vaso de güisqui y estaba picoteando de un cuenco de
porcelana inglesa que contenía unos pocos frutos secos que además de ser una
buena compañía para los alcoholes, son beneficiosos para nuestra salud.
— ¡Caramba,
don Severino! Exclamé al tiempo que daba un brinco sobre el almohadón
arrebujado de mi butaca. Menudo susto me
ha dado… con el tiempo que llevo esperando que venga a charlar conmigo va y lo
hace cuando no le espero y además intranquilizándome por la sorpresa. ¿Me trae
alguna mala noticia? No se enfade por la pregunta pero como los espíritus están
al cabo de todo quizá sepa algo que deba decirme para… tal vez prepararme. Y
ahí, en ese mismo instante, sonrió y soltó su primer jijí.
Yo esperaba que me
hablase y después de un instante, tras repetir el jijí, lo hizo:
—No muchacho no, no te
preocupes que no es nada que puedas temer.
“Muchacho”, me había
llamado muchacho y quedé sin saber cómo tomarlo pero, de inmediato, me di
cuenta que a sus más de cuatrocientos años yo, para él, soy un muchacho y
llegar a esa conclusión me alivió pues, al entenderlo, supe que estaba
dispensándome un cierto cariño, sino un compadreo amistoso.
—Pues de verdad que me
tranquiliza don Severino y, entonces ¿a qué ha venido después de tanto tiempo sin
hacerme caso? ¿De qué quiere que hablemos? Ya sabe que yo estoy deseando
mantener una larga y provechosa conversación con usted. —Le dije.
Repitió una vez más su
jijí y, con él, empezó a ponerme nervioso.
Volví a preguntar…
—Entonces, don Severino, ¿a
qué debo tan grata visita?
Cuando se dispuso a
hablar ya había visto yo que tenía agotado mi vaso de güisqui y cómo iba a
servirme uno con la esperanza de poder beberlo le ofrecí otro a él para que, con disimulo, o sin él, no volviera a vaciar
el mío.
Dos minutos después
estaba de nuevo frente al fuego, que él mismo había reavivado, con dos vasos
limpios, la cubitera de hielo y una botella de güisqui de malta que mi amigo
Javier me regaló pocos días antes.
—Qué, don Severino, ¿un poquito más de güisqui? Este es de los buenos, se
lo aseguro, le sentará fenomenal y hará su efecto reconstituyente que notará a
la perfección cuando vuelva a la calle, bueno, o al sitio ese al que van y del
que vienen ustedes.
—Sí, gracias. —Dijo como sin darle importancia al hecho de que yo
estuviera perplejo con su presencia.
Lo tomó en sus manos
después de sacudirse ligeramente los restos de la sal que los cacahuetes
dejaron entre sus dedos y, como la cosa más natural del mundo, dio un largo
trago para luego dejar escapar un nuevo Jijí y comenzar a hablar.
—He venido a confesarme.
—Me dijo se sopetón, y tal fue mi sorpresa que cuando comencé a preguntarle que
qué quería decir con eso de confesarse, mi voz salió apagada y temblorosa.
Otro jijí, esta vez más
agudo y divertido, consiguió que recuperara mi estado habitual de conocimiento
y, sin dejarme hablar, prosiguió:
—Ya sé que alternas y te
tratas con capitanes, alguno de ellos falso…
— ¡No!
—Interrumpí oportuno para que no siguiera en el error—, si se refiere al famoso
Capitán Mendizábal y al Capitán Cangreja, que son los únicos de los que,
someramente, puedo tener noticias, le aseguro que no les conozco de nada más
que por haber leído algo sobre ellos y, si me permite la expresión, gracias a
Dios, pues creo que son un par de tipos entrados en años, que muestran una
picardía fuera del lugar, por ser propia de la adolescencia, y que mienten o,
al menos, uno de ellos, que no le diré quién es, no dice siempre la verdad pues
ni tan siquiera es capitán.
—Pero hombre ¿cómo dices
tales cosas si has comenzado por afirmar que no les conoces? Precisamente he
venido para contarte una picardía… pero no de ninguno de ellos, no, una
picardía mía.
— ¿Usted
con picardías don Severino? ¿se las permiten allá en ese sitio donde usted vive?
—Bueno ya imaginas que mi picardía ha tenido lugar aquí y no “allí”. En
fin, te cuento —me dijo. Y prosiguió…
Estaba yo esta tarde dando un vuelta por los entresijos de la catedral
que, como sabes, me gusta visitar de vez en cuando, y merodeaba por ver si le han
infligido daños con absurdos cambios y moderneces que tanto gustan en estos
tiempos, cuándo pensé en quitarme el polvo de las paredes de sus muros, que me
causan un poco de asma, yendo a tomar una copita, pequeña no creas otra cosa, y
resolví dirigirme a la calle Mayor. En ese momento vi a dos caballeros más bien
vejetes, uno de ellos con un gran bigote blanco de esos muy antiguos que solo
se ven ahora en las malas series de televisión ambientadas en siglos pasados y
pensé: voy a seguirles, parecen unos tipos interesantes. Y allá que me fui tras
de ellos intentando entretenerme un poco sin necesidad de venir siempre a tu
casa, con los sustos que, como si fueras un poseso, me das al gritarme cuando
me ves.
Sigo. Entraron en, seguro que te suenan, el Mesón Círculo, al rato
cruzaron la calle y se adentraron en el bar Arévacos para, algo después, acabar
su juerga particular en el Capitol.
— ¿Qué
te parece? Seguro que como a mí, que son unos pintas, pero reconozco, después
de seguirles y sentarme junto a ellos, que además de pintas son simpaticones.
Para no alargarme, pues esa cara de bobo se te quedará para siempre,
resumo y voy al hecho que quiero confesar aunque, para que no te asustes como
antes, me refiero a una confesión laica, que a esas cosas del laicismo estáis muy
acostumbrados en este país.
Ya en el Capitol, sentados a una mesa frente a la barra, porque la
terraza con este frío estaba imposible, volvieron a pedir de beber y esta vez,
para sorpresa mía, se olvidaron de las cañas y pidieron sendos güisquis de
malta, con hielo, insistieron a la chiquita que les sirvió.
Como yo ya estaba seco del todo por el polvo de la catedral, el frío del
breve paseo de bar a bar y el verles a ellos consumiendo las cañas a pares, me
decidí, como ellos, a tomar un par de güisqui de esos de escoceses que en mis
tiempos no existían.
Y así fue, jijí, como les fastidie su ratito de conversa.
—Don Severino, no entiendo nada, primero dice que les siguió sin
aclararme mucho para qué. Luego se queja de la sequedad de su garganta pero no
consume nada en los dos primeros bares pues si no quería gastar podía entrar en
alguno de los aseos y regalarse un buche de agua clara del grifo perfumada con
un poquito de cal pero no, aguanta la conversación de eso dos tipos, que seguro
se premiarían el uno al otro con milongas y embustes, y no se acuerda de su
asma hasta que ve dos vasos con hielo y güisqui de malta.
—Sí muchacho, escoces era, porque lo dijeron muchas veces como si
tuvieran que formalizar un rito continuado pero, y aquí está mi picardía, y mi
pecado, les fastidié. Jijí, jijí.
—Y ¿cómo fue eso?
—Escucha y no me interrumpas más. Fue muy sencillo.
Al poco de estar sentados en la mesa del Capitol, los tres, ellos y yo
que, como puedes suponer, también me hice con una de las cuatro sillas que
estaban dispuestas, quedé atento a que alguno de ellos tuviera un despiste y
así fue. El Capitán Mendizábal, producto y consecuencia de las cervezas
previas, no pudo aguantar más y se levantó para ir a al cuarto de baño mientras
el Capitán Cangreja y yo quedamos silenciosos en nuestra mesa pero, fue
entonces, cuando el Capitán Cangreja se
levantó por un momento y tomó el periódico de encima de la barra, momento que
yo aproveche para beberme de un trago el güisqui del Capitán Mendizábal sin que
el Capitán Cangreja, que pasaba displicentemente las páginas del diario se
percatase de ello.
Cuando regresó el Capitán Mendizábal y se dispuso a beber un traguito de
su “agua de vida” vio el vaso vacío y le armó la bronca a su cordial amigo.
—Pero hombre, ¿cómo se te ha ocurrido
tomarte mi güisqui? Si querías más solo tenías que pedírselo a la camarera
además tu vaso aún no está vacío.
— ¿Qué dices, Mendizábal? ¿Qué me he bebido tu
güisqui? Pues lo que me faltaba escuchar. Apañados estamos.
Poco a poco la discusión fue amainando y el ambiente creado entre ellos
se serenó pero, y escucha esto, muchacho, fue entonces cuando el Capitán
Cangreja que también había bebido lo suyo, tomó el camino de los aseos y en un
despiste del Capitán Mendizábal, yo vacié su vaso.
A su regreso la escena de la discusión se retomó
con más acaloramiento pensando Cangreja que había sido una venganza del Capitán
Mendizábal mientras yo apenas podía contener mi risa.
A tal punto llegó su particular bronca que Mendizábal, ofendido por el
hecho que se le imputaba se levantó de malas maneras y despidiéndose
bruscamente sin hacer caso a lo que, atónito, el Capitán Cangreja le decía a
modo de pacificación, salió del local con prisa y enfado.
—Pero que barbaridad don Severino. ¿Cómo pudo usted llegar a tanto en
su, no picardía, sino maldad? ¿Cómo fue capaz de dejarles al uno irse en
semejante estado y al otro perplejo y sin saber que más decir? Verdaderamente
necesita de un confesor que, desde luego no soy yo.
—A ver muchacho, no es para tanto, solo ha sido una broma, Jijí, y aquí
el cura soy yo así que tú, nada de juzgarme ni abroncarme. Ha sido una broma
que enmendaré.
—Bueno, si es así nada tengo que decir. Y por cierto, le agradezco mucho
que haya venido a contármelo, me ha demostrado su confianza y, a partir de
ahora espero que venga a verme más veces.
Los dos nos pusimos en pie para despedirnos y al extender mi mano para
estrechar la suya, sin dejarse tocar desapareció como siempre pero, esta vez, al
son de un nuevo jijí.
Guardaplaya
Belinda Pazos
03.12.2015
El guardaplaya
atacó un frenético morse de silbato. Punto, raya, punto, raya, raya, punto….
Toda la playa se
sobresaltó. Nos enteramos de que un niño había entrado en la zona de las corrientes
peligrosas.
Luego, fue una serie de pitidos cortos y
penetrantes. Suspiramos aliviados. El socorrista corría ya hacia el niño.
Al final, soplando a medio gas, hizo girar
remolona la bolita y del silbato salió como un gorjeo sostenido. Todos quedamos
informados de que el niño estaba ya
fuera de peligro.
La playa estalló en una ovación al
socorrista como no se escuchaba desde que alguien saboteó el Wi-Fi.
Y un grupo de melómanos de abono, que
parecían dormidos junto a las rocas, pidieron un bis al guardaplaya.
Astucia china
Ramiro Pestaña
01.12.2015
Para
los que piensen todavía que el trabajo
es la fuente de la felicidad vendría bien recordarles la historia de Fausto Sorribas.
Fausto Sorribas fue, hasta el día de su
triste final, un hombre enfermizamente adicto al trabajo. Nuestro hombre era desde hacía muchos años, el contable de una empresa dedicada a la
importación de juguetes de plástico chinos. Un puesto, al que había llegado merecidamente, no por intrigas o secretas recomendaciones, sino por obra de su buena letra inglesa, su pulcritud en los
registros contables y sobre todo por la exactitud de las operaciones de matemática elemental que el
trabajo requería.
Pero corrían malos tiempos y el país estaba
asolado por una ola de despidos inmisericordes. Incluso en su propia empresa, Fausto había visto despedir a compañeros de mucha antigüedad con comportamiento y
competencia envidiables. Y Fausto comenzó a inquietarse.
Incluso en algunas empresas paternalistas,
se había puesto de moda dar unos días de vacaciones al empleado indeseado, que
cuando volvía descubría sentado en su pupitre a un nuevo empleado con cara de
pocos amigos. Con esto, el despedido se
veía en el aprieto de tener que pelearse con un intruso además de bregar en los
tribunales con la propia empresa. Una guerra perdida de antemano.
Poco a poco la tensión se apoderó de Cándido y
dejo de bajar a almorzar, al bar de la esquina.
-Fausto, ¿no bajas a comer? –le
preguntaban.
-No. Hoy me lo he traído hecho de casa.
–Contestaba- Es que siendo mi madre una cocinera tan estupenda, no puedo
hacerla un feo…
Como habrán adivinado, no era devoción
filial. Ni siquiera cuestión de economía. Él no abandonaba su puesto de trabajo
bajo ningún concepto. Circulaban ya muchas historias extrañas en las que
patronos desaprensivos no perdonaban ocasión para desmbarazarse de sus empleados.
Un día incluso, hizo venir al dentista para someterse a una extracción impostergable y todos sus compañeros aprovecharon
para hacerse una revisión, una limpieza
o simplemente echar una ojeada a puentes y empastes. Ya para entonces, era el último en salir de
la oficina. Tan último siempre, que tenía que hacerlo que tanteando en la
oscuridad, cuando todas las luces del
edificio de oficinas se habían apagado religiosamente a la vez, desde el control
general del edificio.
Pero, un infausto día hubo que cambiar
precipitadamente la cerradura de la gran cancela de la entrada principal y Fausto,
sorprendido, quedó encerrado. Desistiendo ya de salir tras algunos tanteos infructuosos, tse resignó a quedarse a
dormir. Aquella noche, solo y encerrado, decidió
que nada ni nadie le seapararía de su trabajo. Se quedaría a dormir en su despacho, todas las noches de su vida.
La
situación era a todas luces delicada y el secreto acabó pronto por ser insostenible. En
parte porque Fausto apareció pronto desaliñado y la barba crecida, pero sobre
todo porque un buen día a media mañana se presentó desesperada su madre, la excelente cosinera,
con ropa limpia y los trastos de
afeitar.
Todo el mundo acabó por hacerse a la idea.
Hasta Don Cosme el director que era un alma de dios. Pero lo inevitable, que aunque no lo creamos
siempre acecha a la vuelta de la esquina, sucedió. Los
chinos compraron la empresa y a don Cosme, prejubilado con todos los
honores, le substituyó el señor Wang. La contabilidad pasó a llevarse en China y
el departamento de contabilidad en España se convirtió en algo tan inútil como
el departamento de control de calidad en la fábrica de juguetes de China.
-Señor “Solibas” -dijo el Sr. Wang- Contabilidad en España “no necesalia” ya.
-¿Y? –casi suplicó Fausto Sorribas.
-“Lecoja”
sus cosas, señor “Solibas”. Está
usted despedido. -Aclaró el chino.
Fausto se negó en redondo y se atrincheró en su despacho. Hubiera sido
más fácil sacar a un oso de su caverna
en plena hibernación. No era cuestión de apelar a la fuerza porque el
chino era budista convencido y no hubiera ejercido la violencia física
con un insignificante mosquito. Pero la china es una raza paciente. Paciente, pero astuta.
Una mañana, pocos días después de este incidente, apareció en el
tablón de anuncios de la entrada un aviso con grandes letras negras. Se
avisaba, para el día siguiente, de una de las peores noticias que pudiera imaginarse. A
las 12 de la mañana acudiría el juzgado a las oficinas, para proceder al desahucio. Todo fueron caras serias, rostros
cariacontecidos y hasta el Sr. Wang parecía
tan pálido como pasado por lejía.
-Parece mentira estos chinos. -Comentaban por los rincones, los empelados- Tan
sutiles, tan listos, y les desahucian como a cualquier vecino.
-Para que te fíes.
Y sin más comentarios, todos se pusieron
diligentes a llenar cajas con los documentos de la empresa y sus propios
efectos personales. Fausto, sumido en la tristeza, puso en una caja sus muchas pertenencias personales como
residente fijo en la oficina y, con lágrimas en los ojos, empaquetó también los inútiles libros de
contabilidad, porque a falta de novia o esposa, había establecido ya con ellos
una singular relación amorosa. A las doce en punto acudió un oficial del
juzgado con dos testigos y todos los empleados salieron ordenados y silenciosos
con sus cajas, camino de la calle, tres pisos más abajo. El último, ya lo habrán
adivinado ustedes, fue Fausto Sorribas.
Abajo, en la calle, una multitud indignada
y vociferante, aullaba presa de indignación.
-¡Desahucios no! ¡Desahucios no! ¡Criminales!, ¡Sanguijuelas! –Rugía el gentío.
Blandían
pancartas y rodearon pronto a los empleados desahuciados, que salían cargados de
sus cajas. Cuando más arreciaban los gritos, de manera súbita, los empleados
giraron sobre sus talones y emprendieron bruscamente el camino hacia el tercer
piso. Solo Fausto Sorribas, sobrecargado a causa de su excesivo equipaje, quedó rezagado. Cuando,
después de resoplar agotado, intentó seguir al resto de los empleados, la
cancela de la entrada se cerró súbitamente y Fausto quedó fuera empujando la
entrada con sus cajas atiborradas.
A través de la reja de entrada presenció como,
el Sr. Wang despedía al oficial del
juzgado.
-Si desea usted “almolzal” con nosotros… -Invitó.
-No. Respondió el oficial. Tengo aún mucho
trabajo esta mañana. Me faltan dos desahucios más. Y de los de verdad.
-De acuerdo, “caballelo”. Venga por la “puelta”
de “selvicio”. La gente está “enfulecidada”.
Fausto hizo un último y heroico
intento.
- ¡Déjenme entrar! ¡Déjenme pasar! –gritaba-. Soy uno de los que están dentro.
Hasta el más tonto de este mundo, sabe que un
hombre con dos cajas en la mano que grita que es “uno de los que están dentro” a la puerta de un desahucio, tiene
por fuerza que ser un colaborador del juzgado. Ni el más temerario lo haría.
Las sirenas de la policía se
empezaron a escuchar, cada vez más intensas a medida que se acercaban, y la turba se disolvió. En el suelo quedó Fausto, atropellado,
pisoteado y vapuleado, bajo una montaña de pancartas rotas.
Visite el zoo
Dositeo Marijuán
30.11.2015
Los guardianes hubieron de emplearse a
fondo para cazar a los doce monos que
correteaban por el parque. Cuando atrapaban uno, otro se zafaba del lazo,
y divertido volvía a brincar entre la gente sin atropellar milagrosamente a
nadie.
Mientras, los visitantes atiborraron a
los niños de la jaula, de
palomitas, cacahuetes y
galletitas de anís.
Cuando al fin, el profesor de gimnasia y
la señorita de inglés salieron de la espesura del parque arreglándose la ropa y
atusándose el peinado, no se explicaban como los monos pudieron enseñar a abrir
la jaula a unos niños tan reacios a los trabajos manuales.
Meter los niños dentro de la jaula, sí que había sido fácil
para los monos, porque además de que los monos son muy persuasivos, los niños eran dóciles. En aquel colegio se cuidaba más la disciplina que el
bricolaje.
Amistades peligrosas
Teresa Frías
29.11.2015
Conocía a René a
través de una afamada red social. Compartíamos poesía, opiniones y algún que
otro amigo virtual. Después de unos cuantos comentarios y otros tantos “me
gusta”, resultó que no solo vivíamos en la misma ciudad, sino que además lo
hacíamos en el mismo barrio. Un día sugirió la posibilidad de conocernos
personalmente. Yo anduve un tiempo poniendo excusas, a veces tan absurdas que
terminaron por agotar mi imaginación; así que, viéndome pillada, no tuve más
remedio que acceder a la indeseada cita.
Nos encontramos en un bar del centro. Como
siempre, llegué impuntual, aunque esta vez tengo que reconocer que lo hice
adrede, esperando quizá un plantón, cosa que por desgracia no ocurrió. Lo
distinguí rápidamente, y no porque llevase una flor o algún libro cogido al
azar; sino porque tenía el mismo aspecto pedante que en la foto de su “perfil”.
No le dí la mano –a saber...–. Sonreí mientras me disculpaba y planté dos besos
en el aire de sus mejillas.
En el interior del local escaseaba la luz. Se
dirigió al final de la deshabitada barra, donde se vislumbraba un solitario
tinto y un camarero que miraba aburrido el televisor. Lo seguí, sin entender
por qué tan lejos de la entrada. No soy una persona que suela huir de las
situaciones embarazosas, pero una salida a mano siempre crea seguridad. Pedí
una cerveza, puse la más hipócrita de mis sonrisas y a esperar el chaparrón de
egocentrismo que sabía me caería.
Apenas llevaba un minuto hablando cuando se
acercó exageradamente a mí. Yo retrocedí discretamente. De nuevo la misma
operación. Asumí que además de cargante, era de esos tipos que debían creer que
el contertulio era sordo. Dimos otros cuantos pasos, él hacia delante y yo
disimuladamente hacia atrás. Por un momento pensé que si no me movía, tal vez
la distancia se mantuviese, sin embargo no quise arriesgarme, así que seguimos
con el recorrido.
El camarero tuvo el detalle de acercarle el
vino en un par de ocasiones, pero al final lo dejó por imposible. Yo por suerte
agarré mi caña al comienzo del trayecto y no la solté ni para buscar
discretamente en el bolso el medicamento que me quitaría el dolor de cabeza que
ya empezaba a amenazar. Hacia la mitad de la barra levanté el vaso vacío y con
un gesto solicité otra al alejado barman.
Metro a metro, siguió prodigando sus excelsas
cualidades, logros en la vida, amistades selectas, y demás falacia y
fantasmadas; y metro a metro mi aburrimiento iba aumentado. Y así entre
historias poco creíbles y que poco me importaban, alcanzamos la entrada.
Bueno René, ya que hemos llegado hasta aquí
–dije mirando al suelo y sabiendo que no captaría la ironía–, creo que es hora
de irme. Solo decirte que nos seguimos por facebook, y que la próxima ronda
“virtual”– dije enfatizando–, la pago yo.
Cuando tuve la certeza de que ya no me vería,
cogí el teléfono, entré en mi muro, le bloqueé la entrada y lo desactivé del
chat. Problema resuelto.
¡Allí estábamos!
Pedro Navazo
28.11.2015
Enseñarás a volar,
pero
no volarán tu vuelo.
Enseñarás
a soñar,
pero
no soñarán tu sueño.
Enseñarás
a vivir,
pero
no enseñarás tu vida.
Si
embargo…, en cada vuelo, en cada sueño,
en
cada vida,
perdurará siempre la huella del
camino
enseñado.
(Teresa de Calcuta)
Raúl, sin aquellas melenas medio rubias y bien
cuidadas, que habían dado paso al poco pelo gris que le quedaba, ocupando el
sitio habitual de una corona de laurel, y una poblada barba, resultaba difícil
imaginar que fuera él: gran aficionado a las películas, se adueñaba de nuestra
atención todos los lunes en un rincón del patio embaucándonos con su habitual
destreza, mediante gestos y cambiando el
timbre de voz, contándonos la película que había visto el fin de semana; A
Germán, ¡el buenazo de la pandilla!, le circundaban unas cuantas arrobas, pero conservaba la misma
cara afable de siempre: tenía esa maravillosa virtud, cualquiera podía hablar
con él y todo su entusiasmo, todo su optimismo, toda su apasionada y generosa
implicación en los problemas del otro conseguían al final que el otro
descargara tensión y se sintiera en la mejor compañía del mundo; En cuanto a
Íñigo, su imagen de informal y de contestatario, siempre con pantalones de
pana, chaleco negro sin mangas encima de una camisa blanca de cuello redondo y con
tabaco de picadura escondido en los bolsillos…, había dado paso a un hombre
serio, con gafas, pelo cano y trajeado, introducido en el mundo de la Banca: su
entusiasmo por las novelas bélicas de Sven Hassel y su capacidad de sacarles
jugo humano a sus personajes y situaciones, era tan prodigiosa que no se
cansaba nunca de contagiarnos con sus lecturas, mientras nosotros, al oirlo con
su verba seductora, no acertábamos saber donde estaba la frontera entre la
realidad y la fantasía; …Y también estaba yo, con mi delgadez de siempre, el
pelo conservado y respetado por las canas y mi “eterna “ cara de niño (según
Germán): ¡el más reconocible a juicio de todos!: mis tres compañeros eran
depositarios de las risas que provocaba el pasatiempo que llevaba a cabo cuando
los días de precepto asistía a misa en
la iglesia de mi pueblo. Allí, sentado en la bancada que correspondía a los hombres, en vez de prestar atención a los
sermones, a las cartas pastorales y a la lentitud de la ceremonia, que me
ocasionaban tedio, me dedicaba a examinar las fisonomías de toda la gente
asistente del pueblo y fabulaba historias a partir de sus rasgos físicos, el
vestimiento o de la manera de caminar cuando volvían de comulgar: al cuarto de
hora la iglesia rebosaba de asesinatos en serie, de hechiceras, de ladrones, de
emparejamientos y deslealtades…
Allí
estábamos juntos cuatro viejos amigos que habíamos compartido sueños, ilusiones
y esperanzas jugando entre las paredes de aquél instituto: treinta años eran
muchos años…Media vida invertida en perseguir, en compartir, en definitiva en
vivir una vida que, aunque no fuera la que soñamos, era nuestra vida.
Volver
a vernos había sido idea de nuestro antiguo maestro, aquél entrañable y, a la
vez, severo tutor que enderezó y guió nuestras vidas: D. Félix siempre pensó
que podría convertir a todos sus alumnos (como siempre decía) en hombres de
bien, en integrarlos en la Sociedad…, porque él creía que no se nace ejemplar o
rebelde, aplicado o vago, o listo o inteligente…, sino que es uno mismo,
sacando lo mejor que lleva dentro, quien encuentra su sitio en esta Sociedad
egoísta... D. Félix nos dio la oportunidad de creer en nosotros mismos.
Y
por eso no podíamos faltar al día de su entierro.
Príncipe
Pilar Antón
27.11.2015
Debí haberlo
imaginado. Tantas citas junto al estanque del parque tendrían su por qué. Debí hacer caso a mi madre también. Mi vida
es casi un encadenado de cosas que debí hacer y no hice. En realidad, me había
amenazado tantas veces que había perdido ya el poco miedo que tuve alguna vez al fuego eterno.
-Cuídate de los hombres hija. Nunca
bajes la guardia. –Me recomendaba mil
veces.
-Mamá por favor, es un joven encantador.
-¿Encantador? Encantadores son todos
hasta que logran lo que buscan.
-Es que además es príncipe.
Mi madre fruncía entonces el ceño e
insistía.
-Pero hija, ¿dónde vives todavía?
-Te prometo que es verdad. Me lo ha
jurado.
-¿Te ha pedido algo que una jovencita no
deba dar?
Era una buena pregunta. Del tipo de buena
para quien pregunta y difícil para quien es interrogada.
-Pues…
-¿A qué viene tanta duda? ¿Te lo ha pedido
o no?
-Solo un beso.
Y adiviné que, con ser la verdad, esto no
dejaría nunca tranquila a mi madre.
-Ni un beso. El día que se lo entregues,
entregas tu misma vida. El beso es solo el primer escalón.
Me sorprendió la seguridad con que mi madre
afirmaba algo tan deleznable. ¿Por un simple beso? El primer escalón, ¿de qué
escalera? ¿A dónde conducía la escalera? O mejor, ¿era una escalera hacia arriba o
una escalera hacia abajo? Pero yo sabía bien que el beso, el fatídico beso, todavía no le había sido entregado. Y esto,
pese que tarde tras tarde, día tras día, mi príncipe lo solicitaba casi
desesperadamente.
-Un solo beso y todo se transformará entre
nosotros. -Me suplicaba lacrimoso.
-Aún es pronto. -me defendía yo.- No nos
conocemos suficientemente.
Y marchaba a casa, temblorosa una vez más,
con ese vértigo que da bordear el precipicio pero lograr guardar el
decoro.
Cuando llegaba a casa, mi madre esperaba
impaciente.
-Hoy no has tardado tanto como otros
días, hija. -Apuntaba con aire intrigado.
Una observación muy certera porque mis
paseos por el parque con mi príncipe terminaban siempre abruptamente en cuanto
comenzaba a solicitar mis besos. Mi
madre sonreía y la ausencia de reproches y recomendaciones parecía indicarme que
había recuperado su confianza en mí.
-Ven hija mía, hablemos. –Dijo un día mi madre.
Y tomándome de la mano me llevó despacio,
como dos amigas, hasta el cuarto de costura que por lejos de oídos masculinos, era el sitio ideal para las confidencias femeninas.
-He reflexionado, hija, y creo que he
sido innecesariamente severa contigo.
Mi madre, contra su costumbre de ir veloz
al grano, hizo una pausa. Yo empecé a inquietarme.
-El amor es algo inevitable en la vida,
la atracción entre dos jóvenes es en definitiva el motor del mundo. Tampoco podemos ir contra corriente. El amor …
Mi madre hablaba con suavidad, sin
prisas.
-…quizás ese joven del parque sea el
hombre de tu vida. Y si además es
príncipe, mejor que mejor. Suelen tener una educación exquisita. Quizás no
debiéramos desaprovechar la ocasión...
-Pero ya sabes, mamá, que insiste día a
día en darme un beso y…
Mi madre me atajó dejando de lado la
fingida delicadeza de hacía unos momentos atrás.
-Hija, un beso no es una catástrofe. –Y
añadió con rapidez y aire de advertencia.- Siempre que la situación no pase de ahí,
claro. Si te muestras demasiado esquiva, te lo levantará cualquier lagarta.
Estaba claro que la vuelta de mi madre al
lenguaje vulgar, encerraba toda una recomendación. Si se trataba de que el
mundo siguiese rodando empujado por el amor, ¿quién era yo para negar un simple
beso?
Al día siguiente, a la hora de siempre,
mi príncipe esperaba junto al estanque del parque. ¡Qué obsesión la de este
hombre con pasear en torno al estanque!
Embargada por la emoción le anuncié que aquel día le daría el beso que
esperaba y que yo misma, deseaba secretamente tanto como él.
Al oírlo, se transfiguró. Yo, emocionada,
le ofrecí mis labios y él, como impelido por una fuerza irresistible, puso
sobre ellos el tan soñado beso. Noté como un escalofrío
serpenteando a lo largo de todo mi cuerpo y sentí que el rubor teñía mis mejillas. Él,
sin embargo, pareció enfriarse algo y su rostro tomó una lividez verdosa. Cuando me deshice del abrazo, sobrecogida por
la trascendencia del paso dado, mi príncipe, extrañamente contento, dio unos
saltos de alegría dirigiéndose hacia el estanque.
Desde el borde de un nenúfar se despidió de
mí.
-¡Croac! ¡Croac!
Ignoro el significado pero presiento,
que es en su idioma, la manera con que los sapos festejan su vuelta a
casa.
El encuentro
Julio Pina
20.11.2015
Mendizábal—Y
usted, claro está,el capitán Cangreja.
C—Sí,
señor, el mismo que viste y calza.
M—Y
yo que me alegro por ello, pero no sé por qué, lo imaginaba a usted mucho más
alto.
C—Hombre,
pues ya ve, uno llega hasta donde llega.
M—A
mí me lo va usted a decir, que jamás pensé llegar hasta esta residencia.
C—¿Y
quién lo pensaría?, está usted hecho un chaval.
M—Quite,
quite, déjese usted de cumplidos que la cosa está muy cuesta arriba.
C—Oiga,
Mendizábal, ¿prefiere que demos un paseo por el parque o nos quedamos aquí?
M—Olvídese
usted de los paseos, Cangreja, que ese chirimiri que no deja de caer, te cala
hasta los huesos y no estamos para sustos.
C—Pues
nada, nos quedamos aquí tan ricamente.
M—Sí,
mucho mejor. Bueno, vaya con el amigo Cangreja, y ¿de qué arma dice usted qué
es?
C—¿Yo?,
que recuerde no he mencionado ninguna.
M—¿Entonces?
C—Sí
yo le contara.
M—Pues
cuente usted, hombre, cuente, que a nuestra edad, tiempo es lo que nos sobra.
C—¿Usted
cree? Capitán, a nuestra edad, tiempo es lo que nos falta.
M—En
eso tengo que darle la razón, pero no se queje usted por ello, que me da en la
nariz que es mucho más joven que yo.
C—No
crea, que ya brinco los setenta.
M—Toma
y yo hace tiempo que los olvidé. Pero dejémonos de fechas que eso ya no tiene
remedio y hablemos de lo que importa.
C—Pues
vamos a ello.
M—Decía
usted que era del arma de…
C—De
ninguna, capitán, no le decía de ninguna.
M—¿Entonces?
C—Entonces,
nada, que siendo sincero, y con usted no puede ser de otra manera, le diré que
tan harto estaba allá por tierras manchegas de fincas yermas y desiertos
terrosos, que una buena mañana me dije: «Dionisio, ni un día más santo Tomás,
de aquí en adelante vas a ser marino» y hasta hoy.
M—¡Joder!,
si no veo no lo creo, y ¿así por las buenas?
C—¡Hombre!
y tanto que por las buenas.
M—Entonces,
¿prefiere que le llame Dionisio?
C—Como
usted designe, que a esta altura del partido tanto monta.
M—Pues
le decía, que con esto de las presentaciones, nos estamos olvidando de lo más
importante.
C—Y
¿qué es?
M—Coño,
¿qué va a ser? ¿O ya ha olvidado la insistencia que puso por teléfono en venir
a visitarme?
C—No,
por supuesto que no, capitán, y por tanto no dejemos para el final lo que ha de
ser lo primero.
M—Eso
digo yo,orden sobre todo.
C—Pues
entonces, zarpemos sin más; ¿usted conoce a don Jacinto de El Burgo de Osma?
M—Así
al pronto, no caigo. Si no me apunta usted algo más…
C—Sí,
hombre, ¿uno cubierto con una boina más vieja que la lona de un circo, que siempre
anda con un cigarro en la boca y persistentemente en compaña de un tipo que gasta
un hermoso bigote blanco?
M—La
verdad, amigo Cangreja, es que yo a El Burgo voy poco, ¿sabe usted? Vamos, que
no voy nada, como me pilla un poco a trasmano...
C—Pues
es una pena, que El Burgo es un lugar que merece el esfuerzo.
M—Y
doy fe de ello, que anduve alguna vez por allí, pero fíjese lo que son las
cosas, desde que estoy aquí en Valdetrubia, tengo más a mano ir a Bilbao que a
El Burgo.
C—Y
que va usted muy a menudo, o al menos eso he leído.
M—Ya
me gustaría, pero me da un poco de reparo ir solo.Donde voy es a Miralejos.
C—Por
la añoranza del mar, ¿no?
M—Pero
qué mar y qué leches, a mí lo que me pirran son los trenes, y poder charlar con
la gente que viajan en ellos.
C—¿Y
los barcos?,¿qué me dice de los barcos?
M—Bueno,
también los barcos, pero con los años, me pasa como a usted con La Mancha,que uno
acaba cansándose de todo.
C—Eso
sí que es verdad.
M—Y,
¿qué me decía de un tal Patricio?
C—Jacinto,
le decía que si conoce aun tal don Jacinto de El Burgo de Osma.
M—No,
seguro que no. Imposible conocerlo, que una sola vez estuve por esos pagos y ¿se
quiere creer que solo me queda retentiva de los torreznos? Oiga y lo que son las
cabezas, no recuerdo quién me acompañaba en tal ocasión, pero aquellos
torreznos… como para olvidarlos.
C—Entonces
a don Jacinto no…
M—Pues
no, señor, no lo conozco, ¿acaso importa?
C—Hombre,
para el caso es igual.
M—Pues
explíquese usted mejor, que no alcanzo a vislumbrar tal embrollo.
C—Vera
usted, amigo Mendizábal, hace unos días y por casualidad vino a caer en mis
manos un librito donde se narraba, y no con poco arte, sus peripecias viajeras en
un tren, y después de leerlo, con sumo interés, harto complacido me dije: «Dionisio,
es menester conocer a este capitán, él y su escribiente tienen la solución a tu
problema».
M—Acabáramos,
usted se refiere a ese librillo del tres al cuarto que sobre mi persona ha
escrito un tal Néstor.
C—Si
no hay otro, a ese me refiero.
M—¿Y
me está diciendo que eso que allí se cuenta ha despertado tal interés en usted como
para venir hasta aquí?
C—Pues
por muy extraño que parezca, así es. Pero no es lo que se cuenta lo que me
interesa, no señor, sino cómo se cuenta.
M—¡La
leche!, desde que tengo potra no he visto otra.
C—Verás,
amigo Mendizábal, seré sincero contigo,y perdona que te tutee, pero creo que
entre capitanes…
M—Por
mí vale el tuteo, pero no por graduación, sino por edad.
C—Pues
te decía, que un mal día y de esto no hace más de cuatro meses, andaba paseando
por las calles de El Burgo cuando caí en la cuenta de que me había quedado sin
tabaco,entonces, y en qué maldita hora, entré al estanco a comprar un paquete
con tan mala fortuna que allí estaba el tal don Jacinto.
M—¿Pero
tal mal te ha ido con él?
C—¿Mal
dices?, peor. Primero me lio de tal manera que acabamos en El Círculo, tomando
unos vinos con torreznos. Luego ya en El Capitol me habló de no sé qué revista donde
un tal Julio escribe sobre sus correrías, total que una cosa llevo a la otra y yo,
infeliz de mí y confiado, le hable de unas notas que yo guardaba con mucho celo
y de mi deseo por ponerlas en orden. Y así, cuál fue mi sorpresa cuando no
pasados tres días, una aciaga mañana, don Jacinto y el tal Julio se presentaronen
mi casa, donde con la disculpa de echar
un ojo y de hablar sobre lo que ellos llamaron «mi novela», se comieron sin
recato alguno todo lo pillaron y lo que fue peor, me dejaron sin cervezas, y todo
¿para qué? Para acabar escribiendo este pequeño y absurdo cuento que te traigo,
en el que nada se parece a lo que yo había anotado en aquellas cuartillas, y lo
que es mucho más grave, para dejar la historia, como puedes comprobar, sin
acabar, porque ¿te quieres creer que no fueron capaces de saber cómo hacerlo?, ¿pero
dónde se ha visto eso?
M—Eso
lo debe dar la tierra, que a mí me ocurrió algo parecido a lo tuyo con el tal
Jacinto.
C—¿Qué
me dices?
M—Lo
que oyes, al llamado Néstor me lo presentó un tal Alfonso, residente en San
Leonardo que siempre anda, o mejor dicho, andaba, por aquí enredando en busca
de historias que llevarse a la pluma, y mira que maldita casualidad, me encontró
a mí, y que como a ti, tampoco no se me olvida aquel funesto día:«Que si Néstor
la escribía, que si Alfonso la publicaba, que mira lo que te digo y que esta
historia está muy bien». Total, que entre los dos me liaron, que entre los dos
se bebieron una botella de whisky de malta y que yo, tonto de mí, les conté mi
historia y naturalmente pagué la botella. Y todo ¿para qué? Para acabar publicando
un cuentecito donde me han hecho pasar por ñoño, nostálgico y lo que más duele,
por viejo y tonto, pues no dicen que casa Juanín lleva cerrado más de un año y que
yo no lo sabía, pero ¿por quién me toman?, o ¿es que se creen que los sábados voy
hasta Miralejos solo por ver el mar? Vamos, hombre, ni que uno fuera lelo.
C—Y
no es así, ¿verdad?
M—¡Quía!,
voy porque me encanta montar en tren y sobre todo porque en casa del portugués,
además de pescado, sirven unos churrascos que se te caen las lágrimas.
C—Me
va pareciendo que estos no son muy listos.
M—Desengáñate,
estos se llaman escritores, pero no dejan de ser unos plumíferos del tres al
cuarto.
C—Entonces
tú crees que el tal Néstor tampoco…
M—Tú
veras lo que haces, pero con mi historia ha hecho una chapuza.
C—Pues
yo había venido hasta aquí confiado en que Néstor podría arreglarla mía.
M—¿Arreglar
este desaguisado? No creo yo que…
C—Apañados
estamos, entonces, ni uno ni otro. ¿Y ahora?
M—Pues
ahora a dejarlo correr, que el tiempo todo lo tapa.
C—¿Y
si vuelven aque les contemos más historias?
M—Pues
se las contamos, que estos por tener algo que escribir se tragan todo.
C—Como
lo de tus mambises, en la guerra de Cuba ¿no?
M—O
lo tuyo con lo del fuelle.
C—Bueno,
bueno, dejemos la fiesta en paz.
M—Mira
lo que te digo, Dionisio, una ventaja que tiene esto de ser viejo es que puedes
olvidarte de las cosas cómo y cuándo quieras.
C—Eso,
y así presumir de una edad a la que ni por asomo llegas ¿no?
M—Ya
te digo,que no hay mejor que una memoria bien administrada.
C—Hombre,
eso me gusta, y así si vienen a por más con decir que no me acuerdo, asunto
arreglado.
M—O
les cuentas cuando fuiste campeón de esquileo de merinas en Betanzos, si da igual.
C—Pero
estarás conmigo, capitán, que todo esto da un poco de pena.
M—¿A
quién? A mí ninguna, y para demostrarlo, y si te parece bien, el próximo sábado
te vienes conmigo.
C—¿A
Miralejos?
M—Qué
Miralejos, a Bilbao.
C—Oye,
Mendizábal, ¿túfumas?
M—Aquí
en la residencia no.
C—¿Y
fuera?
M—Fuera
hago todo lo que haga falta y mis años me permiten.
C—Dices,
¿todo lo que haga falta?
M—Eso
he dicho y no lo pongas en duda, que estás hablando con un capitán de la marina
de guerra.
C—Pues
mira una cosa que yo también te digo, yo no seré capitán, pero sí manchego, que
para el caso es lo mismo, el sábado te acompaño a Bilbao.
Para José Antonio,
erudito en corcheas
y maestro en sobremesas
musicales.
El
hombre del gabán gris que dejaba siempre religiosamente sus cincuenta centavos,
llegó temprano. Rápido, sin detenerse apenas, saludó con un gesto al músico
callejero y apretado el paso hacia las oficinas del cercano ayuntamiento, donde
el músico sospechaba que trabajaba como funcionario subalterno.
Era altamente improbable que el probo
funcionario valorase en su justo punto la ejecución del tercer movimiento del
Adagio de Barber, pero esto era un gaje del peregrino oficio de músico
callejero. Tampoco seguramente lo harían, los niños que caminaban reacios,
arrastrados por las niñeras, rumbo a sus colegios. Ni las beatas madrugadoras
que corrían a pasitos cortos hacia la colegiata. Fuera como fuera, la pieza
constituía una excelente bienvenida para el día, frío pero ligeramente soleado,
que comenzaba.
Luego llegarían, los ociosos de media
mañana, los jubilados, los indolentes, los caminantes impenitentes… Y a todos,
los mejores sonidos de su violín de profesional, el lujoso violín de lutier con
que había alternado conciertos y enseñanza en su lejano país. Y todo por
propinas miserables, por monedas perdidas en el fondo de los bolsillos de donde
algunos transeúntes las rescataban con dificultad.
Ahora el “Paseo de los Poetas venecianos” quedó desierto, el violinista
callejero, abrió el estuche y colocó el violín con cuidado sobre el interior
acolchado en seda. Se colocó los mitones
de lana y movió enérgicamente en su interior, para desentumecer del frío, los
dedos de las manos. Ensayó una tabla rápida de estiramientos y contorsiones,
para disipar una molesta tensión muscular en la espalda. Qué lejos quedaban
aquellos ejercicios meticulosos que le ocupaban toda una mañana los días de concierto.
O los ensayos en el conservatorio, o…
Cuando el violinista callejero terminó sus
estiramientos distinguió en el fondo del
paseo, del lado del rio que una mujer, aparentemente
joven, depositaba su modesta impedimenta en el suelo y extraía de un estuche de
cuero, su propio violín.
A pesar de que la vista del músico no
alcanzaba a distinguir detalles, el
hombre creyó descubrir en la recién llegada, algo que lejanamente familiar. La joven, extrajo el arco y tensó las crines.
Luego con aire profesional y meticuloso, la recién llegada ha ido pellizcando
las cuerdas y aplicado el oído al resultado. Moviendo la madera del arco
rápidamente sobre las cuerdas emite un trémolo de prueba.
Cuando finalizó esta preparación, la joven
atacó una serie de tanteos en forma de escalas,
y el violinista callejero susurró.
-Muy profesional, sí señora. -Y añadió para sí- Tiene esta mujer algo que me resulta
lejanamente familiar. Algo…
La mujer dió por terminados sus ajustes, colocó frente a ella
su gorrito de lana para recoger los donativos e comenzó a interpretar
formalmente una pieza.
-¡Santo Dios! –exclamó el violinista- ¡Esta
loca pretende interpretar el Capricho número 24 de Paganini.!
Mientras la mujer se entregba a los
primeros arpegios de la pieza, el músico callejero dió la vuelta a la cartulina
que exhibía la palabra “Gracias” en tres idiomas para mostrar el aviso “Vuelvo pronto”. Luego tomó algunas monedas de su propio
platillo y con su estuche bajo el brazo se dirigió hacia la recién llegada.
A medida que se aproximaba a ella, el hombre
murmuró.
-Esa precipitación, ese aplomo, el mismo
gesto de separase el cabello de los hombros…
Cuando ambos quedaron frente a frente, la
alegría iluminó los ojos de la joven y desvaneció el rictus que el frío de la
mañana acababa de imprimir en su rostro.
-¡Pero maestro!, ¡Qué sorpresa! ¡Qué pequeño es este mundo cruel! Nos
volvemos a ver a dos mil kilómetros de casa, a miles de kilómetros de nuestra
última lección en el conservatorio.
El músico callejero permaneció perplejo.
-Pero… ¿Qué haces aquí, tan lejos de casa?
-La vida se hizo imposible también para los
jóvenes. No queda en nuestra tierra lugar para el arte. –dijo llorosa.
-Tampoco parece que mis lecciones te hayan aprovechado demasiado. –se
condolió el hombre.
-Jamás
podré agradecer las lecciones y los
consejos que recibí de usted en el
conservatorio. No es mera casualidad. La providencia ha hecho que se crucen
nuestros caminos. ¡Cómo me gustaría una lección magistral, aquí , en plena
calle con este bullicio… ¡Qué no daría por sus consejos!
-Así es la vida. Un día eres un concertista
de fama en tu país y al siguiente vives de la caridad tocando por las calles de
un país extranjero. –Replicó el violinista callejero- Pero no nos lamentemos. Adoro
tu entusiasmo y por supuesto puedes contar con mis mejores consejos.
La alegría transfiguró el rostro de la
joven y el músico apartó de un gesto la amargura que empezaba a invadirle.
-Ante todo, –continuó el violinista- es esencial que elijas bien el lugar. Al
abrigo de corrientes en invierno, A la sombra de los plátanos en verano. Sobre todo
huye de los tilos, que en primavera segregan y desprenden constantemente su
melaza. Pregúntate quién puede ser tan generoso como para dejarte unas monedas,
si está sintiendo pegarse al suelo constantemente la suela de sus zapatos.
-Lo tendré en cuenta, maestro.
-Este gorrito de lana que has colocado en el suelo para recoger las monedas,
-prosiguió él- no es tu mejor herramienta. Al menos hasta que coloques en el
fondo un platillo metálicos o de loza donde las monedas arranquen al caer algún
sonido. Hasta la gente generosa olvida a veces que lo es. Se requiere un mínimo
sonido para despertarles de su abulia, como el diapasón marca el tono a la
cuerda del la.
- Sí maestro. Me ha gustado lo del
diapasón.
-Controla el montante de las monedas que te
entreguen. Pon tu contrapunto a la generosidad de la gente. Muchas monedas a la
vista en el platillo, disuaden a los indecisos. Corren tiempos difíciles
también en este país. Pocas monedas, o ausencia de monedas, desaniman a los
paseantes. Aquí como en nuestro país, a la gente le gusta imitar al vecino.
La joven hizo un mohín de desencanto.
-Todos los días –insistió el profesor- habrás de
traer unas pocas monedas de tu casa. Nadie echa una triste moneda a un
platillo vacío.
-Pero maestro, -interrumpió la joven- estos
son consejos prácticos pero vulgares. Nada musicales. Yo me refería a los
consejos técnicos…
El
violinista callejero sonrió.
-Sí.
He guardado para el final el mejor de mis consejos. Uno que te reportará
lo mejor si lo respetas.
La
joven alegró el semblante. Por fin, a pesar de estar a miles de kilómetros
del conservatorio de su ciudad, iba a recibir los impagables consejos de su
profesor.
-He observado que oprimes demasiado la nuez
del arco. Lo has de hacer con suavidad, aplicando, mínimamente, la fuerza
imprescindible para impulsarlo sobre las cuerdas. Siempre la fuerza justa. Sin crispaciones. Que la miseria,
la pena, la ira, el rencor o el
desencanto no te hagan nunca apretarlo demasiado.
Una dura competición
Rosalía Urbión
15.11.2015
Para Ana Balbás Moreno
compañera literaria.
Para Ana Balbás Moreno
compañera literaria.
La
rivalidad deportiva entre el albatros blanco y la sardina de dos cabezas se
había convertido en un serio problema personal.
Un día, en la bahía de Santander cuando el sol empezaba a picar a su gusto, el
albatros muy impuesto en su condición de
viajero aéreo, retó a la sardina de dos cabezas a una dura competición.
Una
carrera desde el puerto de Santander hasta Southampton. Quedaría así claro,
para todo el mundo, de una vez por todas y sin posibilidad de discrepancia
alguna para el futuro, quien de los dos era en mar abierto, más veloz, más resistente o más merecedor del
premio por combinación de ambos méritos.
La sardina de dos cabezas, asintió
de mala gana porque con mar picada en otoño, arrancaba en clara inferioridad de
condiciones, pero se había convertido ya en insoslayable dilucidar la vieja porfía
en torno a la rapidez y resistencia a través del mar.
-Está bien, -concedió la sardina de dos cabezas,-
saldemos por una vez esta vieja
diferencia. Esta es una buena ocasión para aclarar quién es más veloz.
Salieron a media mañana de la Playa del
Camello. El albatros, batiendo fuertemente alas para tomar altura, aprovechar
una térmica. Tenía debilidad por colocarse en lo alto, en posición privilegiada
por encima de la vulgaridad del nivel del mar.
La sardina de dos cabezas por su parte, se entregó desde el primer
momento a nadar al estilo convencional, eso sí, sorteando barquitas y chalupas y
buscando la estela de algún barco de
recreo perezoso para colocarse a su rebufo.
Al amanecer del segundo día, el albatros
estaba ligeramente desorientado. Quizás fuera el cansancio que
da la falta de ejercicio metódico y diario, quizás volar demasiado de noche sin la tutela de las
estrellas, quizás esa leve embriaguez de
las algas fermentadas, en salmuera
permanente, quizás solo que Southampton
estaba más lejos de Santander que lo que confiesan las cartas marinas.
El albatros, vio una embarcación casi
en la línea del horizonte. Planeó un
poco pero hubo de batir alas y subir algo
más para acometer el último tramo. No estaba
habituado a calcular las distancias tanto tiempo haraganeando en la
costa. Era un balandro de placer.
Quizás, un poco fuera de la ruta Santander-Southampton, pero estos barquitos libertinos escapan
siempre a la lógica de los navegantes habituales.
Solo se someten a la ilógica de los caprichos humanos. Pudiera ser también un
barco de vagabundos, un barquito de enamorados, un nido de amor flotante, un…
El albatros se posó sobre la punta
del único palo de la embarcación, graznó un poco y alguien salió precipitadamente a cubierta
vestido solo con una camiseta de tirantes.
-Buenos días.- Pareció que regurgitaba el
albatros- ¿Todo bien?
El chico de la camiseta de tirantes sonrió.
- Como la seda.
Una jovencita asomó la cabecita morena por la
portezuela de la cabina, sonrió y preguntó.
- ¿De qué se trata? –preguntó.
- ¿Vieron una sardina de dos cabezas navegando hacia
Southampton? –preguntó al albatros desde
la cima del palo del balandro.
- ¡Oh! No son días para parase en esta
minucias. –Se disculpó el chico.- La
verdad es que no estamos a los que pueda correr a nuestro alrededor. Usted
comprenderá. Acabamos de casarnos.
Unas horas más tarde, el albatros divisó
un barco pesquero.
-¿Queda mucho para Souhampton? –Preguntó
desde el techo del puente.
-Muchas millas. Estamos más cerca de
Francia que de Inglaterra… -Respondió el timonel del pesquero.
- Y
¿ vieron una sardina de dos cabezas
nadando hacia el norte…?
- Nosotros
estamos al verdel. De todos modos, los bancos de sardina van ahora hacia mar abierto…-Contestó
el capitán.
El albatros tomó fuerzas y prosiguió su
vuelo. Era imposible cualquier referencia a la sardina de dos cabezas. ¿Iría
por delante? ¿Navegaría todavía retrasada?
Muchas millas por delante, cuando las
fuerzas amenazaban con abandonarle, el albatros hubo de posarse sobre el puente
de un gran carguero.
-¿Vieron por casualidad una sardina de dos
cabezas en dirección norte?
Un griego con la gorra de capitán sucia de
grasa contestó.
-τίποτα. (Nada) Y tengan cuidado con los guardacostas ingleses. No tienen sentido del humor.
Lo de la sardina de dos cabezas puede parecerles sospechoso. Καλό ταξίδι (Buen viaje)
El carguero siguió su rumbo hacia el sur. Cuando el ave llegó a Southampton, el albatros
divisó desde arriba un pequeño revuelo en el rincón que los grandes paquebotes
de recreo dejan a los pescadores de la zona.
Era la hora en que se ponía en acción la pequeña lonja de pescado
diaria. Despreciando las grandes piezas, atunes, meros, congrios y merluzas, la
gente se arremolinaba en torno a una modesta caja de morralla.
-Solo una libra. –Voceaba el subastador. –Una
hermosa caja de pescado variado por una libra…
-No es mal precio por toda la caja. –Opinó
una compradora. -Da para unos cuantos guisos
marineros de pescado.
-¿Buen precio? –comentó irónica su
compañera- De no ser por la sardina de
dos cabezas no valdría tres peniques.
El albatros descansó unos días y
emprendió, vencido, el camino de vuelta. Como había comenzado la temporada
estival fue punteando hasta Santander las playas que empezaban a poblarse ya de
bañistas, surferos y mariscadores de fortuna.
Pero
ni la luz del verano, ni la alegría de
las playas alivió al albatros de su pena. Había sido un error fatal competir
hasta ese extremo. Albatros y sardina
parecían haberse contaminado de la estúpida obsesión de los humanos por
rivalizar por todo. Cualquier día es bueno para ganar una dura carrera, pero nunca
al precio de perder una buena amiga.
Y menos una sardina amiga de dos cabezas.
Amarillo
Germán Carnicer
10.11.2015
Para Carlos Robredo y Javier
Nicolás
Estaba yo exultante. Había logrado entrar como
escritor meritorio en “La Pluma”, la revista más prestigiosa de la ciudad. Tan extraordinariamente
contento de comenzar mi vida literaria que no concedí mayor importancia a lo que
parecía ser ya público y notorio en los mentideros ilustrados. Que la revista
era tan lacrimosamente pobre que ahorraba en sellos de correo lo que no pagaba
a sus colaboradores. Buena parte de los ejemplares, lo repartían en mano los
aspirantes a escritor, tan escasos de luces como de dotes literarias que
acudían a su redacción.
-Llévale
la revista a doña Carmen. –Me encomendó el director.- En el Psiquiátrico de San Mauricio, en la
carretera de León.
Y yo,
rebosando felicidad, salí hacia el destino portando como un tesoro en un sobre
color canela, oliendo aún a tinta fresca, un número la revista donde tenía
fundadas esperanzas de publicar mis cuentos en un futuro.
La
Residencia San Mauricio era un caserón imponente de ladrillo rojo capaz de
sobrecoger a cualquiera. Me prometí que algún día, cuando fuera escritor
consagrado y aplaudido, escribiría un cuento cuya acción transcurriría e una
residencia como aquella.
Llamé en
la entrada, una entrada suntuosa, y tras ser observado meticulosamente desde
una celosía me franquearon el paso. Tras dos juegos de puertas deslizantes que
se abrían o cerraban alternativamente para prevenir –supuse- fugas, llegué a un inmenso corredor de techos
altos y suelo impecablemente pulido flanqueado de puertas y dependencias. Aquí y allá, paseaban indolentes y felices
los residentes vestidos de amarillo impecable. Sonreían a mi paso y yo recibía
sus leves inclinaciones de cabeza como saludo correspondiendo como un lord
inglés podría hacerlo en una recepción en Balmoral.
-Disculpe usted…-me decidí a preguntar por el despacho de doña Carmen.
El
hombre tenía unos ojos inusitadamente claros y su expresión rebosaba bondad. Ni
siquiera me permitió terminar la pregunta. Con determinación, con una extraña
seguridad señaló al fondo del corredor y luego doblando a la vez los dedos, me
dejó claro que tendría que seguir mi camino haciendo un ángulo recto. Agradecí
una orientación tan rápida aunque muda y seguí mi camino apretando contra el
pecho la revista donde pronto escribiría, localizado en un psiquiátrico, mi celebrado cuento.
Nada más
enfilar el nuevo pasillo, a mitad del recorrido, una seria matrona vestida de
amarillo, sin mediar consulta alguna me señaló una puerta lateral. Deduje que
la llegada de la revista era todo un acontecimiento que todos los internos esperaban
con puntualidad helvética.
Tras agradecer la indicación con una nueva y
británica inclinación de cabeza, atravesé el dintel de la puerta indicada. No había sido vana la orientación de la dama
de amarillo. Entré en una inmensa galería semejante a un claustro conventual a
través de cuyos ventanales podía verse un jardín interior exuberante. La misma
galería estaba poblada de plantas de interior que crecían pujantes al
sol entre cristales. El escenario era maravilloso y reconfortante, lleno de
luz. Pero ¿Cómo orientarme de nuevo para
realizar mi entrega?
A mi
izquierda, la persona más cercana era una señora encanecida que estaba
entregada a una animada conversación con un majestuoso ficus de hojas grandes y
brillantes.
-Perdone
señora que interrumpa, podría usted…
Imperturbable, la anciana me señaló, sin detener su perorata, el final
del corredor y en ángulo perfectamente recto, el camino a seguir.
Avanzaba
yo confiado por el corredor inundado de luz, cruzándome de vez en cuando con residentes
vestidos de amarillo, empleadas del servicio en azul y algún doctor o enfermero
impecablemente de blanco. En el otro ala de la galería, había un hervor de
uniformados de amarillo y una hilera de puertas a un lado sin ninguna
identificación. Presentía que estaba cerca de mi destino pero cada vez que
intentaba una pregunta, uno de los residentes me indicaba la ruta en sentido
inverso, con lo que empecé a descubrir
risitas indisimuladas, guiños de ojos sospechosos y un alborozo general.
Abracé con fuerza el sobre con la revista en cuyas próximas ediciones había
puesto tantas ilusiones, mientras el alboroto crecía por momentos y los guiños
y señales se empezaban a convertir en
palmaditas en la espalda cada vez más violentas.
De pronto,
toda la concurrencia pareció aquejada de un pánico infantil, seguramente más
simulado que real. El acoso se diluyó como un terroncillo en el café y desde el
fondo del pasillo descubrí que avanzaba impasible una mujer con bata blanca y
pelo negro ensortijado.
Acogí con
un suspiro a mi salvadora.
-Buenos
días, estaba buscando…
-Soy
Carmen Zacarías la profesora de adultos. –me sonrió.
No cabía
en mi propio asombro.
-Venía
precisamente….
Tomó la
revista como si la estuviera esperando largo tiempo atrás y volvió a sonreírme.
-Muchas
gracias. Venga, venga usted a mi despacho.
Tomándome del brazo me condujo
con suavidad hasta una de las puertas del fondo. Allí, manipuló el pomo de
entrada y al abrir la hoja me invitó a entrar con un gesto. Entré como un
autómata. Inmediatamente oír girar la puerta sobre los goznes y cerrarse con
ruido seco. Dentro, lucía una bombilla de bajo voltaje y mis ojos acostumbrados
al torrente de luz de la galería, tardaron en hacerse a la semioscuridad.
Cuando logré hacerlo descubrí que el cuartucho estaba poblado de escobas mudas,
cubos volcados y cepillos de limpieza. Intenté salir pero la puerta había
perdido su picaporte interior. Estaba encerrado.
Pasada media hora
en la que creí oír alguna risita que otra en el exterior. Por fin,
alguien desde fuera, giró el pomo de la
puerta. La hoja se entreabrió y asomó la
cara. La desconocida, vestida de azul, me lanzó un atado de ropa.
-Ande,
hombre de Dios, póngase esto. Aquí el uniforme es obligatorio.
Ahora vengo por usted.
Casi no me
sorprendió que fuera de color amarillo. Quizás me preocupó algo que mi nombre
de pila estuviera bordado primorosamente en el blusón a la altura de la tetilla
izquierda. Pero lo que más me inquieta ahora, es que después de dos
semanas, los de “La Pluma” no hayan
venido a recogerme.
La tertulia en el "El balcón"
Alfoonso Bengoechea
8.11.2015
Juntáronse
los literatos de “La pluma de El Burgo” para la periódica tertulia. Esta vez, la excusa no era engolarse
íntimamente leyendo sus propias obras. Los
autores sentían ya en la nuca, el aliento de los nuevos colaboradores y en la
revista de otoño solo quedaba hueco,
para un relato. El mejor.
A falta
de sala de reuniones, porque esta editorial es pobre de misericordia, la ilustrada reunión hubo de llevarse a cabo en
“El balcón” una sosegada casa de comidas
que el río Ucero coge por el talle para un vals imposible.
Acudieron, con puntualidad diversa,
Carlitos marqués de Mingorrubio, el doctor Nicolasow, Julio César Piña el único
escritor serio del grupo, Cristobalito Pajares y por la musa del pincel, acudió
el ojo clínico de Manuel de Céspedes.
Abrió la sesión una vez acomodados, Carlitos
Mingorrubio, que oficia de Presidente del Consejo, Redactor Jefe, Administrador
general y único, y que además se ocupa de
la compra de sellos en el estanco. Hoy trae bien guardado, un trofeo.
-Estamos aquí para lo que estamos -comenzó este genio de la oratoria- -y como
soy el que más cargos detento, es justo que sea quien primero lea sus joyas
literarias.
Todos los presentes asintieron a
regañadientes.
-Para empezar, os leeré unos sonetos…
La concurrencia estalló en protestas.
-Sonetos no, por favor. –suplicó el doctor Nicolasow.
-Compasión, excelencia. –rogó
Cristobalito Pajares.
-¡Piedad!. –imploró tímidamente Julio
César Piña.
Solo
Céspedes, el pintor, parecía dispuesto a degustar los ripios del marqués.
Céspedes es un hombre sufrido y paciente. Mentiría por no desairar a un amigo;
y al marqués, encontrar un lector devoto pareció conmoverle.
-Bueno, no leeré mis sonetos. –Accedió el
marqués conmovido- Os leeré un cuento de
muertos.
La concurrencia estalló como una sola voz.
-¡¡¡No, los sonetos por favor, lea los sonetos, excelencia!!!
Y este fue el aperitivo. Sonetos y
torreznos. Posiblemente lo que Cervantes denominó “duelos y quebrantos”.
En riguroso desorden, los escritores leyeron
sus obras, mientras Céspedes el pintor
hacía montoncitos de servilletas en un
extremo de la mesa con las caricaturas de los presentes.
Cristobalito atacó despiadado, cosas del
“Negroni”, con uno de sus relatos surrealistas que tienen mucho que ver con el whisky de malta bebido a gollete al
que es adicto fiel y el doctor Nicolasow contraatacó furioso, con un breve relato de amor, ligeramente gótico, cuyas mil seiscientas páginas en la versión completa transcurrían
en un fiordo noruego, trescientos años
antes de la última glaciación. Todo el mundo coincidió que era un castigo muy justificado al pedante de Cristobalito, pero que quizás ha sido un trago
demasiado duro para los demás.
La historia de Julio César Piña, un hombre
elegante de los pocos que aún tienen chófer, llegó como un bálsamo reparador en
medio de un campo de batalla lleno de heridos. Narró, con detalle y primor, el poco conocido episodio en que Don Quijote acude al hospital de Tomelloso
para que le practiquen una colostomía. Estilísticamente hablando, como narración, no
estuvo mal pero como investigación histórica, tenía su mérito. ¡Qué grande
es Julio César! Ya lo intuyó el cura que
le bautizó.
Llegó pues la hora de votar y Céspedes el pintor fue delegado por
unanimidad para hacer a los postres,
cuenta y balance de los votos escritos
en servilletas de papel. No podríamos
encontrar un secretario más servicial y
amable. ¡Con decir que adora los sonetos el marqués!
Pero antes acometer la votación, cuando solo
quedaba sobre la mesa ese torrezno frío como un témpano que nadie osa tomar, se
acercó el chino con su sonrisa casi diabólica de diablo cojuelo y propuso.
-Dejad que ahora, sea yo quien os lea .
Los tertulianos le observaron sorprendidos.
-Pero, ¿tú escribes “chino”?
-Caramba, ¡qué sorpresa, “chino”!
-Toda una noticia, “chino”.
-¡Con lo necesitada que esta la
literatura de este país de buenas plumas!
El chino sonrío maliciosamente. Abrió
parsimonioso una carpetita que portaba bajo el brazo, se
aclaró la garganta con una tosecita
rápida y discreta y comenzó su lectura.
-¿Qué tal un prólogo de Guijuelo bien
cortado? Es una perfecta entrada en materia.
Entre los tertulianos se abren ojos como
platos soperos y la intimidad de las
bocas comienza a humedecerse.
-Para puesta en escena, y comenzar la
historia, nada como unas delicias de
sepia a la sal, perdón, quise decir a la brasa.
Y los tertulianos sonrieron porque, ¿Quién no tiene un error en
un cuento por breve que sea?
-Como
nudo de un buen argumento, pongamos el cabrito al horno con algún apunte marginal de pasas y
piñones. Y ensalada, mucha ensalada porque no hay historia sin la suavidad del aceite,
sin un pelín de vinagre, y sobre todo sin lechuga. Si no hay un toque verde, no
hay historia.
El “chino”
guiñó un ojo picarón para que los escritores entiendieran el juego de palabras sobre
el fondo lascivo del color verde. Son metáforas culinarias desconocidas en el
Parnaso. Y prosiguió.
-Nada como un desenlace feliz, como un
helado de frambuesa, flanes de la casa o
tiramisús de chocolate…
Los literatos le contemplaban embelesados.
-Y si se necesita un buen epílogo, whisky
de malta , gin tonic y coñac armenio en la terraza. Sin tasa, todo lo que
resista el cuerpo.
Cuando “el chino” desapareció, comenzaron
de nuevo las negociaciones que él mismo había interrumpido. Siseos y runruneos y apuestas encendidas, se cruzan sobre el
mantel. ¿Quién sería el escritor galardonado con el trofeo que guardaba el marqués?
La comida transcurrió animada
con pocas concesiones ya a la literatura. Parecía haberse llegado a un
veredicto por unanimidad. Cosa rara en las justas literarias.
El epílogo fue largo y desenfadado, regado
con tragos generosos de licores de alto octanaje. Abajo, a los pies de los
tertulianos, corría el río seguramente satisfecho del resultado.
Curados de
su vanidad los escritores reconocieron que el mejor
cuento había sido el del “chino” y a la salida, le entregaron, abatidos y
humillados, una cajita alargada que contenía el disputado trofeo que
custodiaba el marqués, una pluma de ganso que “el chino” recibió
desconcertado
Los tertulianos abandonaron “El balcón” con la satisfacción de haber cumplido con
equidad y justicia. Quedaba aún tiempo para hacer el último brindis en el patio
de la universidad porque aunque el
cochinillo llena, el saber no ocupa lugar.
Se agradece leer nuevas historias, después de unas semanas de sequía, aunque, como en este caso, tengamos que intuir quien es el autor.
ResponderEliminarBien por la bruja del valle del burgo y por su autor que, como acostumbra, resuelve el relato con final sorprendente, no libre de ironía.