Más historias


    Esta página recoge  nuevas historias y relatos tanto de nuestros autores del club como de los amigos, y simpatizantes  que nos han honrado con su colaboración.
    Se incluyen por orden de llegada, de forma  que los mas recientes aparecen en primer lugar para facilitar la consulta y localización de las novedades.
    Bajo el nombre del autor, una fecha indica la fecha de inserción.
    El icono que representa el árbol de la literatura, poblado de palabras ha sido cedido amablemente `por la ilustradora Maite Mutuberría.




22.09.2016
El pelmazo
 Julio Pina



Y a usted ¿qué le pasa?

—¿Perdón?

—¿Que, qué le duele?, vamos ¿que si está usted muy malo?

—Hombre, ando un poquillo resfriado.

—¡Ah! Bueno, eso es lo toca ahora, de frío a calor de calor frío, ya se sabe.

—¿El qué?

—Lo del tiempo, que aquí está un poco loco.

—¿Usted cree?

—Sí, señor, aquí el tiempo es muy informal, eso no pasa en mi pueblo.

—¿No? En su pueblo todo el año es primavera.

—No, señor, tampoco es eso, allí cuando toca frío, pues frío.

—Y cuando toca calor, calor. ¿A que sí?

—Pues sí, señor, así es en mi pueblo y que no falla, oiga usted.

—Y…¿se puede saber de qué pueblo es usted? Vamos, si no es indiscreción.

—Qué va a serlo, de Serranillo del Llano, provincia de Albacete.

—Pues no caigo yo ahora por dónde anda ese pueblo.

—Ni caerá, es un pueblo muy chico, con decirle que cuando yo marché allí solo quedó el Cirilo.

—Y con el buen tiempo que tiene allí, ¿por qué se vino, hombre?

—¿Qué por qué me vine? Mejor decir: «porque me trajeron».

—Usted no quería venir.

—¡Yo qué iba a querer! ¡Con lo bien que estaba en Serranillos!

—¿Entonces?

—Cosas de los chicos, bueno de ellos y de la nuera, que también  mete lo suyo.

—A lo mejor no querían que usted estuviese solo en el pueblo y piensan que está mejor viviendo aquí con ellos, ¿no?

—¿Con ellos? Pero a usted le parece que es vivir mejor dos meses en cada casa, ¡que hago más viajes que un camarero!

—Hombre, pero algo de razón si tienen. ¿Qué va a hacer allí usted solo?

—¿Cómo que qué voy a hacer? Lo que no hago aquí, vivir.

—Pero hombre de Dios, si allí está más solo que la una.

—¿Y cómo se cree usted que estoy aquí? Porque cuando mis hijos  no están trabajando, están a sus cosas, y en las casas siempre estorbo.

—¿Cómo que estorba?

—Sí, señor, «¿que qué hace aquí todo el día metido en casa?, que si mejor se va usted a la calle y se da un paseíto, que quite usted para allá que voy a pasar la mopa». Total, todos los días a eso de las diez, a la calle, así que por una u otra cosa un servidor, aquí, igual que allí, más solo que una rata.

—Vaya, cuánto lo siento, pero oiga, y a todo esto, no le he preguntado, qué le pasa a usted.

—¿A mí, qué me va a pasar?

—Hombre, cuando está aquí en el ambulatorio…

—¡Ah! Por eso, quite usted hombre, lo que pasa es que en la calle hace mucho frío y aquí, pues quiera usted o no, con unos y con otros paso la mañana.

—Entonces ¿no pasa a ver al médico?

—¡Quía!, no, señor. Bueno alguna vez entro y le cuento alguna mentirijilla, pero la mayoría de las veces, como hay mucha gente no hace falta y mato el tiempo con unos y con otros.

—¡Ah! Entonces cuando llame la enfermera paso yo, ¿no?

—Natural, ¿no es usted el enfermo?

—Sí, ya le dije que estoy algo resfriado.

—Pues por eso, cuando llamen, pase.

—Y ¿usted?

—Yo no estoy malo,  lo que estoy es solo.

20.09.2016
 Más historias
Don Ignacio y su problema
 Teresa Frías



–¡Esther! Creo que se me ha parado el corazón. No lo siento.
–Está perfectamente D. Ignacio –comentó la enfermera del Geriátrico.
–No sé, pero en su sitio no está –dijo colocando la mano sobre el pecho–. Creo que se ha desplazado al ombligo.
–Y ahora ¿Por qué dice eso?
–Porque es ahí donde siento las palpitaciones.

–Lo que notará quizá sean latidos abdominales. No se preocupe –añadió cariñosamente.
–¿Seguro? ¿Y son míos?
–¿De quién van a ser sino?
–Pues quizá de un pequeño ser que llevo dentro. Porque además hay veces que se mueve.
–Entonces serán flatulencias... que ya le dijo el doctor que hace poco ejercicio.
–No lo creo, más bien pienso que estoy embarazado –soltó con total convencimiento.
–Pero no ve D. Ignacio... que eso es imposible.
–¿Por qué?
–Porque... ¡¿es usted un hombre?! –añadió Esther sonriendo.
–¡Bueno!... a saber qué hacen cuando me dan las pastillas.
–Le aseguro que fecundarle, no –rió la enfermera abiertamente.
–... ¡Ya sé que va a ser! –comento entusiasmado D. Ignacio.
–¿Sí?... ¿qué? –añadió resignada y expectante.
–¡Mis sentimientos! Hace tiempo que andan por ahí rondando, concretamente desde hace dos meses... justo cuando llegué aquí. Antes no tenía problemas. Cada día fluían a borbotones.
–Pues ya sabe lo que tiene que hacer. Escribir como siempre lo ha hecho, así no le darán más preocupaciones.
–¡Ya! ¡Lástima que todavía les queden siete meses de gestación!


21.08.2016
El cerdito enfermo
Alfonso Bengoechea

Cuando era un absoluto niño, un niño de pantalón corto, mis padres, fanáticos de las virtudes, me regalaron un cerdito de falsa porcelana. Era un cerdito encantador que llevaba un cascabel atado al cuello con un bramante rojo y una ranura en el lomo desde donde solo se podía contemplar la oscuridad del mundo interior de los cerditos de falsa porcelana china.
Me explicaron mis padres sobre la marcha, que tenía que nutrirle todas las semanas con las monedas que mis dos tías, viejas, ricas y solteras, me entregaban los sábados después de merendar con mi madre. Parecía razonable y a un niño de pantalón corto, que se supone obediente y bien criado, no le son precisas más explicaciones.
Sin embargo, muy a pesar de tanta solicitud, mi cerdito no parecía ganar peso, sino muy al contrario, tras diversos altibajos, acabó un día por ofrecer un sonido casi sepulcral. El equivalente al aspecto anémico de un paciente que no fuera capaz de digerir sus comidas. Era tanta mi preocupación que no le quitaba ojo, con lo que un día descubrí a mi madre que sujetándole en alto con una mano, y las patas hacia arriba, lo agitaba y hurgaba con energía y un buen cuchillo por la ranura desde donde yo le alimentaba con tan poca fortuna.
Medité un poco y, a pesar de mi edad, vi claro que no era el tratamiento más adecuado. Pensé que quizá fuera mejor algo más benigno sin apelar a la cirugía. Busqué entre los papeles de la abuela una receta caducada de Pankreoflat que era mano de santo para los desarreglos digestivos, hice con ella un rollito y la metí bajo el bramante rojo que sujetaba el cascabel. Fue casi milagroso; mi cerdito comenzó a ganar peso cada sábado y sin los altibajos anteriores, acabó por llenarse hasta no admitir una mala moneda más. Sinceramente, creo que fue el Pankreoflat, pero tampoco quiero decir que el método de mi madre fuera malo.
Fue entonces cuando descubrí que había un cerdito grande e insaciable, un banco con oficina en nuestra misma manzana donde había existido una mercería, la de la señora Hortensia.
Ya han pasado unos cuantos años, desde que sucedió lo que acabo de narrarles y mi cerdito, rebosando monedas y salud, descansa aún sobre el aparador del salón.
Ayer recibí una carta del banco, mi cerdito grande, en que se me comunica que, todas las monedas metidas por su ranura durante años se han desvanecido de forma misteriosa e inexplicable. Como humo.
Todavía dudo entre enviarles una receta de Pankreoflat a vuelta de correo o mandarles a mi madre para que resuelva el asunto con su cuchillo.



18.09.2016
¡Déjenme con mi mal día!
 Pedro Navazo

           Todos, en mayor o menor medida, hemos tenido un día de esos en los que el origen de nuestro mal humor es insoldable.
— ¿Por qué estás tan enfadado? –te preguntan los que sufren estas consecuencias.
— ¡Mira, no lo sé! –respondes resignado.
            Son esos días en los que te sientes sobrepasado, irascible, insoportable…, deseoso de pegar con dos tiritas en la puerta de tu dormitorio (o de tu propio lugar de trabajo) una nota que exclame: “NO MOLESTAR”, ávido de vociferar a diestro y siniestro cuando alguien te roce, o te moleste, un grito de guerra: ¡“recibirás noticias de mi abogado”!
            Y cuando uno, dolido consigo mismo cuando está así, mira con toda la voluntad del mundo en Google -donde hay soluciones para todo-  descubre con  estupefacción: “Cómo mejorar un mal día en diez pasos”. ¿En diez pasos?... ¿Es que  existe una fórmula matemática?... ¡No!... Me niego a seguir leyendo…
 Reivindica tu derecho a no disfrazar tu desasosiego con pantagruélicas sonrisas. En el sinvivir de ésta vida moderna, parece que el mal humor te estigmatiza. Porque estar de “bajón” no casa con esos hashtags que tanto circulan por las redes sociales, ni con los mensajes positivos que inundan tu alrededor: el discurso que ha calado parece rechazar el malestar como fórmula de escape.
Pero, por otro lado, permanecer eternamente ilusionado es imposible, es más: es antihumano. Y tú no compartes genes con C-3PO, ese androide de la “Guerra de las Galaxias” que no tiene sentimientos y, por lo tanto, no padece: la tristeza es tan inherente como la felicidad. Además, según reza la psicología clásica que hemos estudiado, tenemos que ser nosotros mismos quienes elijamos qué actitud debemos tomar ante cualquier circunstancia.
Al fin de cuentas, si lo pensamos bien, un mal día te enseña a coger impulso para los buenos. Y aunque lo ideal sería no padecerlo, lo importante es saber gestionarlo para no caer en el agujero negro de la negatividad.
Así que sí, es cierto: hoy estás de mal humor. ¡Y qué!.., mañana será otro día.

 


25.09.2016

Mas historias
Abanico

Rosalía Urbión




En la terraza del Casino Naval, ojeando con disimulo  los mozos de buen ver que mosconean en torno a las jovencitas,  Palmira Cifuentes vigila a su niña. Hoy le acompaña su incondicional  Zenobia, amiga de antiguo, confidente y cariñosa hasta la zalamería.
     Su niña, Carmelita, deja vagar la mirada entre los presentes de uno y otro sexo sin prestar atención a nada especial.
    —Está estudiando piano, francés y punto de cruz. — susurra Palmira a su incondicional amiga—. Y con aprovechamiento.
      —Es un primor de niña, Carmelita. Una bendición. — halaga su amiga Zenobia—. Te felicito de corazón, Palmira.  No me hubiera importado haberme casado si hubiese sabido que tendría una niña así. —suspira.
    —Pues aún se me queja de que no estudia nada práctico.  Y no es solo eso. Tengo que vigilarla para que no pierda el tiempo con libros raros. La semana pasada le dio por la náutica. ¿Te supones una niña estudiando cosas de navegación?
      Zenobia ahoga un ¡oh! llevándose a la boca la mano cargada de anillos barrocos, sorprendida  y escandalizada.
      —Tienes que tener mucho cuidado con las lecturas; —recomienda.—   Hoy se publica cada cosa
      —Pues sí. Como te lo digo : libros de náutica. —prosigue doña Palmira—.   Ayer sin irnos más allá, tenía uno sobre turbinas de vapor.
      —¡Santo Dios! ¡Turbinas! No sé lo que es pero suena horrible.
      Carmelita  se abanica en el extremo de la mesa, ajena a la  conversación de las mujeres con la mirada un poco extraviada. Mueve el abanico de forma sincopada, irregular, con esa inquietud tan de las niñas bien, cuando están a su pesar, en el sitio no deseado.
      —Hija, deja de abanicarte tanto. —La increpa bruscamente  su  madre—  No estamos ya en Agosto.         
      —Sí. Este Septiembre viene especialmente fresco y ese relente  que sube de la playa cala hasta los huesos. —confirma solícita  Zenobia Urrutia.
     Carmelita detiene obediente el abanicar y las mujeres retoman su parloteo, componiéndose los foulards en torno al cuello. Unos minutos después, la niña insiste de nuevo en el abaniqueo. Es un movimiento sin ritmo, un poco anárquico que comienza despacio, con pausa, luego acelera y  al final parece un baile frenético.
      —Nos estás dejando heladas, Carmelita . —insiste  la madre, conteniendo aparatosa un falso escalofrío.
      La  niña obedece. Pliega su abanico y continúa con sus miradas a la deriva, de la playa a la montaña, de la montaña a la concurrencia, de la concurrencia a su madre.
      Transcurre un intervalo de tranquilidad en que las mujeres  dedican su cháchara a los modelos del cercano otoño. Luego, bruscamente, como en un arranque imparable el abanico  comienza a agitarse a intervalos, sin ritmo, a trompicones. 
      —¡Por Dios Carmelita!  —amonesta la madre irritada—.  Terminarás  por acatarrarnos.  Te prohíbo  formalmente que abras siquiera el abanico. No es de buena educación mostrarse tan nerviosa en público.
      La niña, educada en que ser obediente es de  buen gusto,  cierra el abanico sin abandonar su aire aburrido. Luego, las  mujeres retoman su chismorreo con ecos de sociedad variados. Intercambian jugosas noticias domésticas sobre los vecinos.  La niña hace un pucherito y  comienza a golpear con el abanico cerrado el borde del velador de forma sincopada.
      —Un golpe, dos golpes, dos golpes, un golpe
dos   golpes, dos golpes, un golpe…
      —A  l-a-s  o-c-h-o.   E-n  l-a  e-s-q-u-i-n-a   d-e-l   e-s-t-a-n-c-o…
Las dos mujeres la contemplan perplejas. 
      —Ahora  le da por aporrear  el velador. —susurra desolada en voz baja la madre, como si estuviera describiendo un asesinato.
      —Se aburre. —opina  su amiga Zenobia. Esta niña, lo que necesita es un novio.
    Palmira la fulmina con la mirada. No parece opinar eso.        
      —Nada de novios.  Mi niña es  muy ingenua todavía. 
No tiene la malicia  suficiente para manejar a un hombre.
      —No sé, no sé yo.… —opina con un tonillo burlón la amiga que simula mirar  al vacío—.  ¿Tú crees? Yo a las niñas de hoy las encuentro muy espabiladas.
       En el otro extremo de la terraza, un joven con uniforme de la Marina de Guerra se pone en pie. Tira hacia abajo, con un gesto marcial,  del vuelo de su guerrera blanca, que queda tersa e impecable. Examina la doble franja roja del pantalón, la encuentra recta y  aplomada.   Satisfecho  se dirige hacia la salida. Al pasar ante las tres mujeres, ensaya un ligero taconazo y  saluda sonriente con una leve inclinación.
      —Un buen mozo. ¿No te parece? –Susurra Zenobia al oído  de la Cifuentes—. No le quitaba ojo a tu niña.
      —No está mal. –acepta displicente Palmira mientras
observa sopesando su apostura, como se aleja el cadete de marina.
    Cuando el joven desaparece de la vista, Carmelita guarda el abanico en su bolsito de paseo. Las dos mujeres exhalan un  pequeño suspiro mirándose.
      —Bueno hija, –Observa Zenobia en voz baja—. Ya sé que solo es un alférez de fragata. Con esa edad, no querrás que sea almirante.
    Unas nubes han velado un poco el sol y el fresco arrecia.  Apuran el Martini y las tres mujeres se levantan de la mesa.
      —¿Y qué puede saber un Alférez de Fragata?—pregunta Palmira continuando en confidencia..
      —Morse. –contesta entre dientes Carmelita tomando la delantera camino de la salida.
      —¿Qué ha dicho? –pregunta Palmira Cifuentes a su amiga. 
      —¡Qué se yo!  —contesta su amiga Zenobia—.   Estas niñas modernas son tan raras…

 Este relato forma parte de
“La consejera matrimonial y
otros relatos de mujeres
contados por ellas mismas.”



01.10.2016
 Más historias
Viejos al sol
 Día internacional de la ancianidad
Pedro Navazo
 Siempre que trato con las personas mayores, 
pienso en lo mucho que ellos saben 
y nosotros ignoramos.
(A.   Machado)

Es muy probable que vosotros, al caminar por las calles, plazas y parques de cualquier ciudad, hayáis visto los grupos de jubilados que sentados en los bancos - como lagartos al sol- calientan sus viejos huesos en los días  templados de primavera.

Si nos interesásemos por su lugar de procedencia, o nacimiento, sin duda llegaríamos a la conclusión de que la mayor parte no son de allí: un número importante de ellos arribó a aquel sitio  (ciudad), para muchos desconocido y hostil, hace ya bastantes  años, huyendo del mal vivir en sus propios pueblos, a la busca de una oportunidad y soñando una vida más fácil para sus hijos. Otros, pegados con uñas y dientes al terruño, aguantaron en el pueblo hasta que las enfermedades y limitaciones propias de la edad los vencieron y, aunque a regañadientes, no les quedó más remedio que buscar amparo de los hijos en la enorme y fría ciudad.

¿Os habéis acercado a alguno de estos (ellos) grupos alguna vez?...: ¡Yo sí!

De los cuatro jubilados que estaban sentados en un banco frente a una fuente, a la sombra de una enorme morera, el que hablaba era el “Tío Navarro”, cartero de oficio: un tipo socarrón, de baja estatura y enjuto de carnes, y con la piel curtida por el aire y el sol.

 Contaba que en su pueblo, perdido en una sierra de la provincia de Ávila, como no llegaba el cine, el único espectáculo que veían (de vez en cuando) era el que en la plaza  le proporcionaban unos gitanos con una cabra, que mientras sonaba la música de una pandereta se subía a una silla, y un mono que daba volteretas… La gente –dijo con un mohín impregnado de sorna- se entretenía mucho viéndoles y les aplaudían y les echaban monedas en una lata que había en el suelo. Pero algunas mujeres no se fiaban del todo de ellos y vigilaban sus corrales, porque decían que mientras la gente veía el número otros gitanos se aproximaban a las casas y se subían a las paredes de los corrales. Desde allí, subidos, con un cordel largo y fuerte, que llevaba atado un garbanzo, se lo echaban a las gallinas y éstas, al ver el garbanzo, lo picaban y se lo tragaban: entonces los gitanos tiraban del hilo y traían a rastras a la pobre gallina. Y luego otra. Y luego otra… Les retorcían el pescuezo y ya tenían cena para esa noche.   

Aplacadas las risas, tras el relato de su compañero, tomó la palabra Paulino, un soriano de la zona de Almazán, que nada más casarse se vino a Bilbao a trabajar en los Altos Hornos, convencido por un hermano que había venido dos años antes.

 Después de hacer una v (uve) con el pulgar y el índice de su mano izquierda, se limpió de saliva las comisuras de los labios con las yemas de los dedos, y en voz baja y fijando mucho los ojos, como convencido de lo importante que iba a ser su discurso, nos habló de la trascendencia que, en sus tiempos, tenían las campanas en el medio rural; pues no solo se encargaban de dar la hora, cuando apenas nadie tenía reloj, sino que con el lenguaje de sus diferentes sonidos avisaban a todos los habitantes de muchas otras cosas más: la hora de rezo (Toque del Ángelus); de las reuniones vecinales (Toque de concejo); de peligros y catástrofes (Toque de arrebato); de defunciones de algún vecino (Toque de clamor); de celebraciones y fiestas (Toque de vuelo)…; y el Toque de “Tentenublo” (¡detente nublado!), que consistía en un volteo de campanas que se hacían cuando el cielo amenazaba tormenta, para alejar las nubes y proteger el campo de la posible caída de granizo.

Luego de una breve pausa, volvió a su relato y con un indisimulado orgullo nos contó que a la campana mayor de la Iglesia de su pueblo, de 275 Kg., la llamaban “La Garbancera” porque con ella se tocaba a “medio día”, y con este toque diario se indicaba la hora de comer; la pusieron ese nombre porque, sobre todo los domingos y días de fiesta, era costumbre poner de comida un cocido conocido como la “Olla de tres vuelcos”: en el primer vuelco se obtenía el caldo con el que se hacía una sabrosísima sopa; el segundo vuelco estaba constituido por los garbanzos y la verdura (berza) que los acompañaban; y el tercero lo formaban la carne de carnero, el tocino y los huesos que habían quedado en el fondo de la olla.

 Con buen criterio, terminó diciendo, se tenía muy asumido el refrán que rezaba: “Fiesta sin buena comida, no es fiesta cumplida.”  

A continuación le llegó el turno a Benigno, un hombre algo escuálido, de ojos azules y tocado con un sombrero de fieltro, que desde que se sentó llevaba colgado un cigarrillo en un ángulo inverosímil de sus labios.
Como en su pueblo, empezó diciendo, había cientos de pájaros, que llegaban a bandadas, los chicos los cazaban simplemente por el placer de cogerlos, y porque no se  podían estar quietos. Los más difíciles de atrapar eran los pardillos: unos pajarillos muy inteligentes, que gustaban mucho a la gente porque cantaban muy bien y duraban mucho en las jaulas.
Para atraparlos, siguió contando cada vez más suelto, utilizaban una técnica heredada por sus mayores: como sabían que tenían la costumbre de ir por las mañanas a los salegares, a probar la sal que los pastores depositaban en unas piedras planas para que la comieran las ovejas (muy buena y saludable para su engorde)), hacían cerca de ellas un hoyo (como el “gua” que hacen los niños para jugar a las canicas), y echaban dentro unos granos de trigo; luego colocaban  encima una piedra muy lisa sostenida por un palo que se apoyaba en el hoyo entre el trigo, y cuando los pardillos iban a comerse los granos movían el palo y la piedra caía encima atrapándolos.
     ¿Y qué hacíais después con ellos? –preguntó curioso Paulino.
     ¡Pues qué íbamos  a hacer!... ¡Venderlos para sacar unos céntimos!  
Animado por sus compañeros, para que me contara la historia del “tonto” de su pueblo, Eliseo, un octogenario moreno aceitunado, con boina ajada a la cabeza, la habitual chaqueta de pana azul y inclinado levemente sobre su bastón,  no se hizo de rogar y comentó que en su pueblo burgalés de Trespaderne, algunos se divertían con el “inocente” del pueblo: un infeliz de edad incierta y grandote, como crecido a trompicones y de poca inteligencia, que vivía haciendo pequeños mandados y de favores.
A menudo le llamaban los hombres al pobre al bar donde se reunían y le ofrecían una gaseosa, a la vez que le daban  escoger entre dos monedas: una de tamaño grande y otra de menor tamaño, pero de más valor. Como siempre cogía la más grande y menos valiosa, provocando las risas de todos, un día le dijo un vecino que si todavía no había percibido que la moneda de mayor tamaño valía menos.
— ¡Lo sé! ¡No soy tan tonto!... –le dijo- Pero el día que escoja la otra, el jueguecito se acaba y, aparte de quedarme sin  las gaseosas, no voy a ganar más monedas.
Concluidos los relatos de los ancianos, permanecí aun un buen rato con ellos y, entre chácharas y bromas, continuaron obsequiándome con todo un repertorio de anécdotas, refranes, adivinanzas, habladurías, canciones, chistes… y decires ocurridos desde antiguo en sus pueblos o en sus contornos, sin que en ningún momento me cansara de escucharles.
 No bien me quedé solo, después de despedirles y agradecerles toda su vasta y vieja recopilación  de historias, llenas de sabiduría, llegué al convencimiento de la importancia y necesidad de poner en valor las tradiciones, consejos y experiencias de nuestros mayores, para no dejar de aprender y porque son la esencia de nuestro existir.
 


09.09.2016
 Más historias
Montblanc

©  Germán Carnicer
 ´
Desde que descubrí que el ordenador cuenta las letras, he dejado de escribir con la Montblanc.

Más tarde, descubrí que el ordenador puede contar  también los espacios en blanco. Sublime.

     Ahora, he inventado un juego inocente. Escribo un largo párrafo sin que contenga el mínimo sentido y apuesto a adivinar el número de letras y espacios de la tontería. Por fin, tiro el producto a la papelera. Francamente con la Montblancse me ocurrían cosas mejores.

     Me temo que ya no seré escritor.  Quizá contable.



08.09.2016
La novia del capitán Contreras
©  Néstor Menchaca



No era para encoger el corazón pero daba algo de pena. Todos los asilados en la Residencia Villamor recibían visitas.  Todos los ancianos, tenían deudos, amigos cercanos o allegados ocasionales que les  rendían visita, entre la caridad y la cortesía, todos los días de  fiesta. Todos,  salvo el viejo capitán Contreras.
        Con el tiempo, que cura muchos males pero estrangula también los mejores impulsos del alma humana, los asilados pasaron de la pena al desdén y con un poco más de tiempo, del desdén al escarnio.
      —¿Qué?,  capitán.  ¿Tampoco hoy tiene  visita?  ¿Y aquella
novia que se fue a Cuba? ¿No se anima a volver a la península?
      El capitán ignoraba las chanzas. Hacía tiempo que había  descubierto que era mejor contenerse simulando una demencia senil benigna. Aún guardaba en su maleta de cartón, bajo la cama, el pistolón reglamentario con que podría cobrarse en cualquier momento  pequeñas deudas de honor. A veces, si estaba de humor hasta relataba a los  compañeros de  residencia,  anécdotas e historias de la novia de Cuba. Unas, sucesos tiernos como los reencuentros, otras agraces como  las despedidas. La despedida final era tan lejana en el tiempo que el capitán Contreras aseguraba no recordar ya siquiera, el rostro de la mujer.
     La vida en la Residencia Villamor era sosa y letárgica porque casi todos los residentes mantenían aún su lucidez. Este detalle hacía los días largos y tediosos. Y los pícaros ancianos  echaban de menos algo de chanza y alegría con que combatir el aburrimiento. Entre estos, los que mantenían viva la llama de la picardía nacional estaba Floriano Chacón un contable jubilado, artista en engaños, que urdió la idea de embromar al capitán Contreras.  Floriano, recordó un buen día que cuando joven y calavera había conocido a Dorita Antón, una actriz de variedades de escaso éxito, que  rondaba  ya la edad de acogerse también a una residencia como la Villamor. Algo, inalcanzable sin embargo dada la escasez de recursos habitual entre cómicos mediocres.
      Dorita Antón aceptó encantada el papel que podía ser el mejor de su gris vida artística.  Fue un juego aprenderse todos los detalles y pormenores de la antigua novia del capitán Contreras. Los facilitaba día tras día el propio capitán, en sus interminables añoranzas.
      El capitán Contreras, el día que recibió la carta de Dorita  matasellada en Vigo, en que aseguraba bajo el nombre de Flavia, el de su antigua novia, que había vuelto de Cuba, invitó a todos a mistela y aguardiente algo aguado para los temerarios. El ambiente en la Residencia cobró por un día una vida inesperada.
    Pocos días más tarde llegó Dorita, alegremente trasmutada en Flavia, y el capitán Contreras, como por ensalmo,  recuperó con el color de las mejillas la alegría de vivir. Y la flamante Flavia, abundó poco a poco en sus visitas, primero los domingos, luego los domingos y algún día entre semana. Por fin, casi a diario. Paseaban por el parquecito de la Residencia Villamor cogidos de la mano. Los conjurados, vigilaban tras los visillos y espiaban desternillándose de risa, como, a veces fatigados, los amantes reencontrados se  sentaban a la frescura del laurel. El capitán sacaba su libro de historias de las guerras coloniales y ella una labor de ganchillo, una tarea que se practica muy poco en la farándula tras las candilejas y para la que Dorita-Flavia mostraba una sorprendente inhabilidad.
    Pronto, los bromistas  comenzaron a sentirse contrariados. La falsa novia criolla era cada día más  Flavia y menos Dorita.  Pasaron dos meses  y el director de la residencia, don Efrén, anunció una ceremonia inesperada para aquel fin de semana de la recién estrenada primavera.  Adornó el domingo el salón con guirnaldas, florones y banderas nacionales de países lejanos y repartió por las mesas del almuerzo, refrescos y algunas gollerías reservadas a las fiestas de postín.
      A las doce menos cinco llegó el juez de paz y a las doce, en punto,  hizo la entrada por la puerta doble acristalada del fondo, el capitán Contreras llevando a Dorita Antón emocionada colgada de su brazo. El capitán con un uniforme de gala que las ordenanzas militares hacía tiempo habían arrumbado ya y          la dama con un vestidito de muselina color marfil, como de haber bregado mucho con la lejía. 
        Fue emocionante. El sacristán de la parroquia cercana hizo sonar en un armonio desvencijado algunas variaciones de Mendelssohn, con aire de charanga.  Ofició el juez de paz y don Efrén dirigió unas palabras a todos. Ellos, no se dijeron nada, pero temblaban  de felicidad sin mirarse.
     Cuando terminó la ceremonia, Floriano Chacón, el bromista,  ajustó el paso al de la pareja y deslizó en voz baja un comentario jocoso al oído de Dorita Antón. Esta le devolvió una mirada displicente y contestó, perfectamente audible, como si fuera un parlamento teatral que hubiera de llegar al fondo de la sala:
      —Perdone caballero. Me llamo Flavia Contreras y yo, a usted, no le conozco.  Seguro que es usted un buen hombre pero creo que me confunde con otra persona.   
El capitán Contreras sonrió y aquella misma noche tiró su viejo pistolón al fondo del río.


 

24.06.2016
Más historias
Un viejo televisor
Pilar Antón

Vivíamos como tres en un zapato. Papá, mamá, la abuela, mis tres hermanos, yo y un viejo televisor. Todos en una diminuta casita de las afueras del pueblo en una inmensa pradera con un sotillo de pequeños arces en un extremo.
    Todos estábamos atareados durante el día. Mi padre trabajaba en la ferretería del pueblo, mi madre hacia labores del hogar fuera y dentro de casa, y cuidaba niños propios y ajenos. Nosotros estudiábamos. Solo la abuela tenía tiempo para ver el viejo televisor. Seguía ceñuda los programas hora tras hora, gruñendo hasta cuando después de cenar, daban la previsión del tiempo para el día siguiente.
    Un mal día, estalló un vendaval seguido de  aguacero y el televisor, parpadeó, dudó un momento y acabó por apagarse definitivamente.  Un mal momento, porque mi padre acababa de perder su trabajo en la ferretería del señor Angulo por la escasez de ventas.  Y la abuela cayó en un aburrimiento, que resultó peor, que la dosis de malas noticias que recibía antes durante todo el día. Un nuevo tema de preocupación, porque la situación no era como para comprar un televisor nuevo.
    Como sucedía muy a a menudo, Augusto, mi hermano pequeño, el más imaginativo, intervino. Siempre tenía una idea disparatada y genial a la vez. Vació el viejo televisor y después de cenar, se colocaba detrás y nos ofrecía el parte meteorológico. La previsión del tiempo para el día siguiente, siempre era maravillosa con variaciones casi insignificantes.
      —Mañana, —decía Augustito engolando la voz—, hará un sol espléndido, un poquieto de brisa para refrescar, veremos muchas flores en la pradera y los arces del camino se llenarán de pájaros.
    Unas veces acertaba y otras erraba de plano, pero por lo que tocaba a aquella noche, la abuela sonreía y se marchaba a la cama tranquila. Y con ella, todos los demás empezamos a convencernos de la bondad del tiempo, a condición de que lo pronosticase Augustito.
    Unos meses después, la gente volvió a comprar clavos y tornillos y mi padre recuperó el trabajo. Compramos un televisor de segunda mano a un vecino y arreglamos la antena del tejado.  La abuela retomó sus ratos interminables ante el televisor con lo que su humor desapareció por días y su ánimo se hundió por completo.
      —Era mejor el parte meteorológico de Augustito. —gruñía constantemente.
    Como el negocio de la ferretería subía como la espuma, mi padre trajo por Navidades un flamante televisor en color con la pantalla de plasma. Todo se veía  con más nitidez, todo se explicaba con más detalle.
    Y la abuela murió. Dijo el médico que de vieja pero los médicos se equivocan muchas veces porque todo lo que saben lo han aprendido de los libros.  Mi padre solía encender un poco el televisor después de cenar pero cuando anunciaban  la previsión del tiempo, la apagaba y todos nos íbamos a la cama aliviados.  Supongo, que el presentador se quedaría encerrado dentro del aparato, como dentro de un pequeño manicomio. Y nosotros nos íbamos a soñar con el día de mañana que antes vaticinaba Agustito como radiante de sol, fresco y poblado de gorjeos. Nadie nos va a amargar la vida.
         Ahora ya saben por qué hay ese anuncio en el cristal de la ferretería Angulo:
“Se vende televisor de plasma casi a estrenar”


23.06.2016
Más historias
No soy una adicta a las compras
Petra Balaguer 
Del libro
"La consejera matrimonial y otras historias"
de próxima aparición.
Créanme ustedes o no, yo no soy una adicta a las compras. Si lo hubiera sido, como algunas compañeras de trabajo sostienen todavía, no estaría hoy aquí en esta reunión tan elegante, rodeada de gente exquisita y distinguida.  Estaría, como alguna de ellas pronosticaban, en una terapia de grupo para compradoras compulsivas arrepentidas, arruinadas y desesperadas.
      —¿Qué ha dicho el señor calvo? —me pregunta una señora a mi derecha.
      —Ni idea, —confieso—, estaba distraída.
    Mi vecina, que lleva una blusita con florecillas malva, me sonríe porque las personas elegantes no acusan pequeños desaires.
 
    No. Adicta no. Lo mío es una mera atracción por las cosas bellas y una irrefrenable pasión, eso sí, por poseerlas. Sentido de la estética.  Y sería tonto disponer de dinero y dejar volar tantas cosas maravillosas ante las propias narices de una.
    Mi vecina, la de la blusa de florecitas mira furtiva las dos bolsas de colores que reposan a mis pies.
      —¿Viene usted mucho a estas reuniones tan encantadoras? —pregunta al fin.
    Por mucho que me importune su insistencia, yo soy una persona educada.
      —No. Es la segunda vez.  Me cambiaron el horario de trabajo y ahora tengo todas las tardes libres para nuevas experiencias.
    Parece entender mi deseo de seguir entregada a mis reflexiones y tras una sonrisa vuelve la atención a la cháchara del hombre calvo.

    No soy en absoluta una compradora compulsiva pero  veinte minutos antes de llegar a esta reunión, me he regalado un conjunto de ropa interior nocturna en seda tono ala de mosca que da vértigo. Un negligé de Miss Laurent. Un poco caro porque no tengo a quien encandilar esta noche, las parejas me duran poco. Me daré unos paseos desde el recibidor hasta el dormitorio contoneándome ante los espejos del corredor, pero para dormir me reconciliaré con mi pijamita de franela.
      —Ahora pasarán las azafatas repartiendo tarjetas…
    Está claramente tomándome el pulso. Quiere saber si soy asidua a estas reuniones tan glamurosas.
      —Sí. Ya va siendo hora…—contesto ambigua.

    Nada más lejano de mí que ser una compradora compulsiva. Si lo hubiera sido como asegura el viejo búho de mi asesor fiscal, estaría embargada hasta las pestañas con mi misérrimo sueldo de Seguros Hércules.  Cierto es, sin embargo, que vendí mi encantador dúplex adosado con jardín de las afueras para venirme de alquiler a un diminuto apartamento del casco viejo. Es un apartamento cerca de la oficina que no requiere asistenta ni jardinero. Un ahorro más, para poder dedicar el dinero a cosas más trascendentes que engordar al proletariado.
      —Veo que ha estado de compras…—vuelve a la carga mi vecina, la de la blusita primavera señalando las bolsas reposando junto a las patas de mi silla.
    Se ve que no conoce el desaliento.
      —Sí. Me compré unos zapatos divinos en Glasso. Unos Blanhik de ensueño.
    Si una se compra unos zapatos de Manolo Blanhik  y no lo cuenta, es como si no se ha comprado nada.

    Una prueba más de que no soy una compradora obsesiva sino una mujer reflexiva. Hace tres semanas, estos zapatos costaban más de tres semanas de mi sueldo. Hoy estaban rebajados un cincuenta por ciento. Díganme ahora, si no es una jugada financiera magistral ganarse de un golpe, en diez miserables minutos, el sueldo de casi dos semanas. No tengo por qué ocultar que no me los podré poner porque son dos números menos que el que calzo,  pero ha sido maravilloso. Con una sola pasada de mi tarjeta de crédito he cambiado de pertenecer a la muchedumbre  de mujeres que no tienen unos Blanhiks,  al selecto grupo de las que los poseen. Sí, ya sé que no puedo siquiera estrenarlos pero, ¿y el placer de decir en una fiesta “yo tengo unos Blanhik que ni me pongo”?
      —La tarjeta. —me advierte mi vecina.
  Y yo, dócil,  recojo a la azafata mi tarjetón de pedido.

  No. No soy una esclava de las compras. Si lo fuera, sería también una esclava del dinero y yo menosprecio el dinero. El dinero en efectivo transporta gérmenes de uno a otro lado de la vida y pagar con él es una indelicadeza y un riesgo higiénico para las dependientas.  Yo solo pago con tarjetas. Las tarjetas son varitas mágicas que convierten sueños en realidades y además no van por ahí cargadas de bacilos. Bueno, uso efectivo algunas veces, a fin de mes, cuando he sobrepasado el límite, para no sentir ese latigazo en el alma al ser descubierto en caja. Pero son casos excepcionales. Con los bacilos no se juega.
      —Hay aquí hoy un ambiente espléndido. ¿No cree usted? —opina mi vecina haciendo un mohín.
    Ya es constancia la de esta mujer. Pero tiene un porte tan distinguido que no merece un desaire. Máxime cuando he podido ver que casi ha rellenado su tarjetón de encargos.
      —Pienso lo mismo, es un sitio encantador.

     La presentación ha terminado y todas las asistentes acudimos en tropel hacia un gran expositor sobre el que unas jovencitas rubias y anoréxicas van empaquetando lo que clientas gordas y sofocadas hemos comprado. Todo, cualquiera sea el tamaño, entra en grandes bolsas negras con letras de oro y asas de cordón trenzado color burdeos.
Llevar un par de bolsas de estas viste tanto como un traje de noche de Yves Saint Laurent o un conjuntito de tarde de Chanel.
    Las azafatas hacen su trabajo con seriedad, el hombre calvo cobra con desgana fingida y nosotras pagamos con auténtica delectación.

     Ya en la salida, mi vecina se hace la encontradiza. Lleva cuatro bolsas negras más que yo.
      —Ha sido un shopping party sensacional. —dice—. Me he quedado con todo, el juego de pañuelos de seda de Hermés, un bolsito de Vuitton, la esencia de loto de Carolina… Con todo. Todo es divino. ¿Y usted querida?
    Amilanada y confusa por lo modesto de mi compra balbuceo.
      —Yo… Yo solo dos pañuelitos de seda de Hermés.
    La sonrisa de mi vecina me tranquiliza. Ni siquiera necesito mentir diciendo que tengo de todo.
      —Me encantaría volverla a ver. –asegura—. Podríamos quedar para tomar el té cualquier día.
    Cuando una mujer la lleva a una cuatro bolsas negras de ventaja, es la compañera ideal para tomar el té.
      —¡Cómo no! Cuando quiera… —acepto a media voz.
    Su rostro se transfigura.
      —Y podríamos luego ir de compras como buenas amigas. —añade con entusiasmo.
    Ahora, no se por qué, acaba de llegarme al alma. Y tocada por un resorte interior, acepto encantada.
      —Me llamo Celia.  —me presento yo formalmente.
      —Yo, Ludmilla. —y entra directa al tuteo—. Pero llámame “Ludmi”.
    Nos damos un beso ligero como la pluma timonera de un colibrí y salimos pletóricas. Es maravilloso hacer amistades.

    Por si todavía queda alguna duda, insisto. No soy adicta a las compras, soy una adicta a la amistad. Escuchen, si no.  Ludmilla se ha enamorado de mis Blanhik  y yo he decidido compartirlos. Regalárselos hubiera sido solo un prueba de generosidad, pero como somos más que amigas, como somos dos almas gemelas, la acabo de vender uno de los dos. El derecho.
    Esto prueba de una vez por todas que ni ella ni yo somos compradoras compulsivas. De serlo, ambas con toda seguridad, hubiéramos luchado a muerte por quedarnos el par completo.




21.06.2016
Nuevas historias
Nuevo día
Hoy, dia de la ancianidad.
Pedro Navazo


Un hombre no es viejo hasta que comienza a quejarse en vez de soñar.
 
La luz anaranjada contra sus párpados, que se filtraba a través de los visillos de la única ventana, le avisó de que debía ser más de las siete y, como de costumbre, cogió su mano, antaño joven: miró su arrugada cara, sus ojos de un azul verdoso claro ya marchitos, y con el guiño de complicidad de toda una vida, envuelto en el tan familiar aroma a lavanda, se fundió con ella en un prolongado abrazo.
            Un nuevo día, el mismo amor...




14.06.2016
Otras historias
  Claves para disfrutar de una feria del libro
Beatriz Rincón Córdona

Una feria de libros huele a libro desde que abandonas la boca de metro. Paseas impaciente hasta dar con la primera caseta y comienzas a andar en una dirección indeterminada. Cientos de personas a tu alrededor, intentando hacerse hueco para llegar a la primera fila de otro montón de libros tras el que tal vez se escude algún escritor ilusionado. Hay tantos libros como te gustaría leer, pero la vida está llena de duras decisiones, así que coges uno que te llama (no tienes alternativa, te ha atrapado) y lo acercas a tu nariz. Un libro te cuenta el principio de la historia oliéndolo. Pasando ágilmente sus páginas para que deje entrever qué te quiere contar. Es él, lo sabes, te acompañara en cientos de viajes y dormirá contigo miles de noches. Posteriormente pasará a engrosar las filas de tu estantería junto a sus compañeros, ninguno más importante que el anterior. 

Pero el momento en el que se produce el encuentro entre autor y lector, es en el que la literatura coge otro color y tiene otro sentido. Ahí está quien te ha hecho sentir y pensar. No le conocías más que mediante palabras, pero ahora dale la mano, dos besos, agradécele haber nacido y haberse sentado allí durante horas para que tú pudieras conocerle. Allí, entre miles de millones de páginas esperando a ser leídas en estantes con carteles rojos y letras negras, numerados, por si pierdes aquello que querías y deseas rescatarlo para que sea tuyo para siempre. La Feria del Libro está llena de ilusiones de lectores que desean seguir encontrando algo grande en la simplicidad de una encuadernación.  Y saber qué le transmite otra persona que tenía algo interesante y emocionante que contar. Qué son los libros si no es compartir. Si no es darle a otro la capacidad para experimentar lo que tú, entender lo que tú, vivir lo que tú. 

Aunque para ir a una feria del libro haya que coger el metro, para viajar nunca hizo falta salir de casa.
 

06.06.2016
Otras historias
 La píldora
Carlos Robredo

Sus componentes, en apariencia, son simples. Basta, habitualmente, con dos células diferenciadas y algo de excipiente, presentándose todo ello en forma de compuesto estable aunque, un entorno enrarecido durante su conservación o vida efectiva, podría dañar la estabilidad de la fórmula.
Su actividad, en principio, se dirige a proporcionar una alta concentración de complementariedad en los pacientes pero, para ello, la simbiosis química ha de funcionar activamente en todos los ambientes sea cual sea la temperatura y humedad de cada uno de sus integrantes.
Especialmente indicado para personas que necesiten de compañía, acostumbradas a trabajar en equipo y dispuestas a crear y dar formación a una amplia continuidad que, seguro, ha de surgir como efecto de una correcta administración.
Sus contraindicaciones son imposibles de concretar en este momento dado la innumerable cantidad de situaciones que pudieran alterar sus efectos.
Debería ser suficiente una única toma a lo largo de la vida y, a ser posible, en edad no muy temprana, por eso, de ser utilizada por algún jovencito, será muy perjudicial para su formación y desarrollo posterior, manifestándose, a lo largo de su vida, un inevitable cúmulo de carencias y añoranzas.
En caso de reacciones adversas, que podrán presentarse de muy diversas formas como largos períodos de silencio, enfriamiento de su conjunto —en el mejor de los casos—, o protuberancias en la frente que hacen que la aversión sea irreversible, se debe, urgentemente, suspender el tratamiento, siendo aconsejable que se haga de la forma menos traumática posible ya que, de lo contrario, los efectos secundarios serían terribles y los hijos los más perjudicados.





31.05.2016
Más historias
 Amor letal
(Día mundial contra el tabaco: 31 de Mayo)
A mi hija Andrea, fumadora compulsiva.

            Aunque la relación ya llevaba años, María se encontraba en un callejón sin salida del que le resultaba imposible salir… Empezó muy pronto, con tan sólo diecisiete años, y sin darse cuenta, día a día, se fue dejando arrastrar por él sin ofrecer resistencia alguna a su seducción: era ya tarde cuando comprendió y supo que aquél amante la traicionaría, y por más caricias que le regalase, por más que consintiera que lamiese sus labios, nublase su vista o por más generosa que fuera permitiendo, incluso, que se introdujese en su propio cuerpo, él la terminaría haciendo daño, abandonando o, peor aún, asesinando…¡¡Maldito tabaco!!



28.05.2016
Más historias 
Corazón loco
Pedro Navazo

Tras ser diagnosticado, y después de una larga e interminable espera de casi dos años para recibir el ansiado y vital órgano, que le iba a permitir seguir viviendo más tiempo, cuando salió del quirófano descubrió, horrorizado, que ya no amaba a su esposa, con la que llevaba casado algo más de nueve años, y, en cambio, estaba terriblemente enamorado de la viuda del donante.



22.05.2016
Más historias 
Un accidente
Silvino Orofino


Aquella semana, habían caído dos en la trampa. El sistema era infalible pero de una sencillez pasmosa. Uno de los mozalbetes de la banda se ofrecía para ayudar a cruzar hasta la otra acera al primer anciano que se pusiera a la vista.  Justo allí, en el cruce de la Avenida de los Poetas Muertos y la Calle Libertador. El cruce más peligroso de la ciudad.  Cuando ambos estaban en el centro, el pillo daba un salto y el tráfico engullía al anciano como quien engulle una aceituna.
    Aquel lunes, a pesar de ser prometedor como todos los lunes en que los automovilistas andaban como pollos sin cabeza, parecía haber poco tráfico. El nivel de contaminación en el aire se había disparado y el alcalde había decretado medidas enérgicas. Una de ellas había sido limitar el tráfico los lunes, a los coches con matrículas pares. Los impares tendrían su oportunidad el martes y así sucesivamente. 
   Los golfos de la banda bromearon.
      —Anda “Bizco”. Te ha tocado un día difícil. Veamos cómo te portas.
    Y el “Bizco” señalando a un anciano vacilante en el borde la acera abandonó el grupo de holgazanes.
      Esperad y veréis. —dijo.
    El “Bizco” se acercó como podría hacerlo reptando un cocodrilo, hambriento y silencioso, cuidando no asustar su presa.
      —¡Vamos abuelo! —animó al indeciso—. En un pis- pas estaremos en la acera de enfrente.
    Y tomando al anciano por el brazo, ambos descendieron al arroyo que por gracia de los semáforos, presentaba en aquellos momentos una engañosa quietud. En unos pocos pasos, trastabillando sobre el empedrado, llegaron al centro del cruce mientras en las cuatro bocacalles los automóviles esperaban rugiendo el momento de ponerse en movimiento.
    Cuando las luces de los semáforos cambiaron y la encrucijada comenzó a hervir con el rugir de los motores, el “Bizco” soltó al anciano y intentó un ágil salto a uno dce los costados, con la intención de alejarse. Sin embargo, el anciano reaccionó veloz.
      —¡Por Dios, criatura! ¿Dónde vas, loco? ¡Ven aquí, insensato! —chilló asiendo al golfillo por el borde de la camisa.
    El “Bizco” se desprendió con brusquedad de las manos del anciano, dio el salto que infructuosamente había ensayado atrás y un chirrido metálico penetrante llenó el ambiente sobreponiéndose al ruido de los cláxons.
        El “Bizco” no llegó vivo al hospital. Sus últimas palabras, entre dientes, las que escuchó el chófer de la ambulancia entre el rumor del tráfico, fueron:
      —¡Jodida polución! ¿A quién demonios se le ha ocurrido sacar de nuevo los tranvías? Si al menos llevasen matrícula…





21.05.2016
Más historias 
Envidia tonta
Pilar Antón


Todos los mediodías  de nuestro largo veraneo en la isla, Rebeca y yo acudimos a la terraza del Náutico a distraernos con la contemplación de los chicos que suben y bajan al muelle.  Rebeca es una envidiosa sin solución. Pero es una amiga. Y una no abandona a un amiga  por un razón tan ligera.  Se la puede permitir cualquier tontería, cualquier salida de  tono.   
     Solo dos meses antes de comenzar el verano, nos hemos sometido a una dieta canallesca. Yo he perdido un kilo, no sé si en las máquinas del gimnasio o en las manos de la dietista. Rebeca sus buenos quinientos gramos. El resultado es que, generosas, mantenemos nuestras  redondeces voluptuosas con las que nada pueden los maillots ajustados.
    Cerca de nosotras, hormiguean muchachos hechos a cincel, musculosos, hermosos apolos dignos del taller de Fidias para los cuales parecemos tan invisibles como la cara oculta de la luna. Es desesperante jugarse la salud y tirar el dinero dos meses antes para descubrir que  estos chicos morenos adoran, como buenos latinos, los cuerpos anoréxicos y descoloridos de las visitantes del centro y norte de  Europa. Ni siquiera algunas orondas walquirias parecen tener el mínimo éxito.
    —Los hombres no son lo que eran. —casi solloza Rebeca.
      —Los hombres desgraciadamente son lo que han sido siempre. Juguetes como nosotras en manos de la moda. Hoy se lleva la chica delgada. Mañana  la rellenita. No desesperes Rebeca. —la animo yo.
    Pasa en ese  momento por delante, una chica rubia, esmirriada y desgarbada  y  hace  una palomita con la mano. Nosotras correspondemos sin conocernos más que de vista.
     —Mírala. Lleva el pelo como un estropajo mientras nosotras pasamos por la peluquería hasta para ir a la piscina.
    La rubia, pálida y desmañada, se dirige al grupo de chicos que estábamos observando aburridas y la cuadrilla de mozos tostados y apolíneos se agita presa de una excitación inmediata.
    —Pero, ¿qué pueden ver en semejante saco de huesos? —me lamento yo.
      Estará forrada de dinero. —afirma Rebeca con mucha seguridad—. Y si encima, tiene un sonoro nombre extranjero…   ¿Dónde vamos nosotras con nuestro García y Gómez por apellidos?
     Rebeca se acoda en el velador y murmura soñadora.
      —¡Ah, si yo tuviera un nombre extranjero!... Algo  elegante y compuesto como Trevor-White, Turn und Taxis, Fritz-James, Thyssen, Gordon-Lennox, Agnelli… algo que suene principesco o que al menos huela a dinero.
     El camarero recoge los restos de nuestro aperitivo y nos trae un platito minúsculo de aceitunas cortesía de la casa.  Es un chico joven, de modales cuidados con el que desde el primer día he congeniado. Aprovecho para pedir dos nuevos martinis y para preguntarle con discreción.
      —¿Conoces a la rubia? —y señalo al grupo.
    El camarero es un chico comedido. Se inclina sin perder la compostura y me contesta al oído. No está bien visto que el servicio cotillee de los clientes.  A Rebeca, esta familiaridad no le gusta demasiado.
      —Das muchas confianzas al servicio, cariño. —me reconviene con dulzura cuando el chico se aleja.
      Y luego, más conciliadora me pregunta también muy  circunspecta
      —¿Qué te ha dicho el mozo? Parece un seminarista.
      Que volará pronto. —contesto yo—. Me lo asegura. Dice que mañana volará. Que está de paso.
      —El camarero viene de camino con los dos martinis pedidos y un platito de berberechos desdichados.
      —Pregúntale por su nombre. —me susurra Rebeca.
    Cuando el mozo deja el servicio en la mesita, murmuro a su oído la pregunta y cuchicheamos un instante.
      —¿Qué te ha dicho tu seminarista? —pregunta Rebeca con ansiedad.
      —Es húngara. Y se llama Drosophila Melanogaster. —contesto yo.
    El rostro de Rebeca se ilumina.
      —¡Te lo dije! Sabía que tenía que ser una aristócrata centroeuropea. Tan “light”,  tan “cool”, tan ”chic”…
      —Pero, ¿cómo lo sabe él? ¿Cómo sabe eso tu seminarista?
      —Me acaba de explicar algo que no esperábamos.
      —¿De verdad?  ¿A qué te refieres? —pregunta Rebeca incrédula.
     —Me ha explicado por qué los atrae como  moscas.
     —¿Qué entenderá de mujeres un seminarista? —insiste.
     —El seminarista no es camarero. Es un doctor en Biología en paro. —corrijo yo.
     —Pero, ¿qué te dice? —insiste.
     —Que Drosophila Melanogaster significa “Amante del rocío de vientre negro” —aclaro.
    Rebeca abre los ojos hasta ponerse en riesgo de perder los globos oculares.
    —¡Qué me dices! Eso sí que es maravillosamente poético. —dice muy convencida—.  ¡Qué fina es esta gente de la aristocracia! Seguro que es una baronesa.
    —Sí. Pero deja que te aclare. Drosophila Melanogaster es lo que en lenguaje vulgar se conoce como “Mosca del vinagre”.
    Rebeca me mira con el estupor pintado en el rostro. Luego mira de nuevo al grupo de los alborotadores exquisitos y murmura.
    —Los veranos ya no son los de antes. Esto es una locura. Nosotras no somos nadie.


20.07.2016
Mas historias
Yo no soy Messi
Pedro Navazo 



Lo que más me ofende de este tiempo amoral, indecente y mendaz es la falta de vergüenza de ciertas personas ante conductas reprochables o delictivas, ya sean estas propias o ajenas. En lugar de avergonzarse y pedir perdón, se vienen arriba y terminan abroncando y descalificando a la Justicia y a cuantos se atreven a recriminar sus actos fraudulentos. En un intento de cargarse de dignidad, viene siendo fea costumbre cuestionar los veredictos judiciales, cuando estos no son favorables, diciendo, en el mejor de los casos, cosas semejantes a esta: “Acataré o acataremos la sentencia, pero no la comparto o compartimos”. Y tanto que no la comparten. Por eso sus declaraciones, tan rotundas como tramposas, intentan cuestionar a la Justicia y justificar el delito.
            “No vamos a tolerar que se trate a Leo Messi  como a un delincuente”, se han apresurado a decir en el Barça al saberse la sanción (21 meses de cárcel y 2 millones de euros de multa) de su jugador. Pues bien, delincuente es el que delinque (RAE) y delinquir es cometer delito: Y si Leo Messi ha sido condenado por la Justicia es porque ha cometido delito. Por tanto, cuando dicen que todos ustedes son Messi, tendrán que explicarnos más claramente si lo son porque admiran su virtuosismo con el balón o con el fraude fiscal.



  17.05.2016
Más historias 
Teleburger
Alfonso Bengoechea



Como tantas noches anteriores, la anciana recogió el paquete y depositó en  la mano del recadero, el importe del encargo y unos céntimos de propina.  Llevar un paquete de hamburguesas hasta aquella cabaña perdida en el bosque, aunque llegaran tibias, bien merecía un pequeño premio.
El muchacho se creyó obligado a corresponder  con un consejo. 
      —No sé, señora, si a su edad son buenas tantas hamburguesas. Creo que abusa usted un poco de la carne roja.

      —Ocúpate de tus asuntos,  mentecato. —cloqueó la anciana como una gallina vieja, cerrando la puerta bruscamente.

      —¡Qué modales! —se dolió el recadero.

    El chico se caló la gorra con el nombre del teleburger, encendió el motor del ciclomotor y se colocó los guantes de conducir en invierno. Mientras se desentumecía los dedos antes de arrancar, repitió.

      —¡Vaya modales!

        Dentro de la cabaña, perdida en la soledad del bosque, la anciana se desembarazó del chal de lana, tiró la cofia a un rincón y se desprendió de sus anteojos.   Luego sin apartar la vista de la docena de hamburguesas posadas sobre la mesa, se despojó despacio los guantes.  Así, sin tanta ropa de abrigo, quedó en las mejores condiciones para devorar la docena de hamburguesas.

    La vida moderna tiene a veces —pensó—, cosas que pueden ser maravillosas. Por ejemplo que abran tan cerca un burger, con servicio a domicilio y una inteligente política de descuentos por cantidad.

    Esto es, no lo duden, lo mejor que puede sucederle a un lobo viejo, cuando por la edad, ha perdido los dientes.

 






Cine Mombasa
Alfonso Bengoechea 
14.05.2016
En el neón rojo del Teatro Cine Mombasa había siempre una  letra parpadeante.  Estaba así, vacilante durante semanas,  hasta que se apagaba definitivamente y entonces, Fredesvindo el maquinista, sacaba al balconcillo una escalera extensible y cambiaba el fusible entre los aplausos de la  chiquillería.  Y vuelta a empezar.
      El Mombasa hacia tres sesiones entre semana, una extra de cine serio, sin niños, los sábados después de cenar y los domingos una matinée de películas mudas de troncharse, en  blanco y negro, para la que cada uno montaba su diálogo con el vecino intercambiando pipas de calabaza, chufas y otras gollerías. 
    El Mombasa programaba siempre cosas serias aunque  fueran siempre las mismas cosas serias, porque la seriedad es un atributo permanente. Siempre clásicos una y otra vez.
    Cuando se llegaba a la cola de la taquilla,  sin prisas, media hora antes de empezar la sesión, se hacía de forma tranquila, muy educadamente, cediéndose el turno unos a otros con una cortesía pertinaz. Se cruzaban pronósticos anticipados sobre el éxito de la película y se hacían  alusiones a otra muy buena también, que curiosamente, siempre, habían puesto justo el año pasado por estas fechas.  
       Nati, la taquillera del Mombasa  informaba de quien había entrado y quien no, con lo que uno tenía la impresión de entrar en la sala de estar de su propia casa. Confirmaba, de paso, las butacas libres, recomendando unas y arrugando el morrito encarminado cuando el cliente pedía equivocadamente una muy trasera o correspondiente a los tenebrosos laterales. Ahora bien,  díganme ustedes para qué si cada uno después se sentaba a su gusto. Pero, era esta una costumbre, un rito, con el que todos estábamos encantados.
    Sobre el argumento y desenlace final de la película, Nati  no solía dar  mucha información. Esa tarea se reservaba a Argimiro el portero que te rompía de la entrada una diminuta esquina, como si el resto del boleto te hubiese de servir luego para algo importante, pongamos por caso, para entrar en el cielo.
    Como las películas duraban casi tanto como las historias que contaban se intercalaban descansos, sobre todo, tras el noticiario que siempre parecía copiado del de la semana anterior. Se encendían las luces de la araña amenazante del techo y en la pantalla se  proyectaba una sugerencia. “Visite nuestro ambigú”
     Pero los niños ignorábamos que el Cine Mombasa era un  negocio. O que eso pretendía. Y el último dueño, un  señor con un puro que tenía una ferretería en la capital, trajo a un experto en estas cosas, un genio de los negocios,  para enderezar el Mombasa, que hacía aguas. Económicamente hablando, claro.
      Segregaron  ambigú y  taquilla y sumando parte del vestíbulo, quedó un sitio divino. Tan divino  que quedó suficiente para la sucursal de un banco. 
    El banco instaló un cajero automático que vendía las entradas. Como consecuencia, llegaba uno al cine y ni sabía si había  llegado su primo, ni hablaba con Nati del tiempo, ni se enteraba a qué hora terminaba la función.
La entrada se introducía en la ranura de un torniquete que a cambio giraba para que pasaras a la zona en penumbra. Desaparecía la entrada dentro y tú te preguntabas con qué marcar  la página en que ibas leyendo a Zane Grey.  Como ya no había ambigú no podía uno tomarse una triste gaseosa y no había descanso.  La verdad,  ¿para qué hacía falta un descanso si no había ambigú?.
        No estaba ya Argimiro picando entradas con su habitual delicadeza y todo era incertidumbre sobre el programa de la semana siguiente. Eso sí, las entradas no eran numeradas con lo que cada uno podía elegir su butaca. Es decir, igual que antes. Para este viaje, sobraban tantas alforjas.
  Después del noticiario, tán rápido todo, casi te encontrabas de sopetón a John Wayne metido en la inauguración de un pantano. Y cuando digo John Wayne no sé si exagero  porque  ya se le veía poco por el Mombasa.  En la pantalla, se veían más chinos y extraterrestres que otra cosa.  A saber, digo yo, qué le habría hecho John Wayne al hombre del puro para castigarle así.
     Todavía no entiende el hombre del puro como fracasó el   negocio después de tanto ahorro en personal y otras menudencias   como cambiar el letrero de neón por otro de letras macizas que, ¡oh la economía!,  no gastaban electricidad. 
     Luego dicen que se muere el cine. Pero no se muere solo. Es que lo matan.

08.05.2016
Otras historias 
Breves lecciones de historia   
Un cónclave desconocido            
 Alvaro Miribilla               

Uno de los menos conocidos episodios de la historia es el cónclave que se  convocó en Mayo de año 600 para dilucidar la posición de la pereza como pecado capital. Había una fundada sospecha de que la pereza no solo debía descartarse como pecado capital, sino que incluso podría llegar a considerarse una virtud de bajo nivel. Algo así como una virtud venial.
    Se inauguró el mminiconcilio correspondiente en la Capilla Sabatina. El primero de los cardenales asistentes argumentó no sin razón que el afán desordenado de perseguir la  riqueza, propia y ajena, requería una dedicación sin reservas, atención y trabajo constantes que resulktaban incompatibles con el espíritu perezoso.
    Arguyó otro, que afilar cuchillos y no digamos ya levantar iracundo el hacha contra el vecino tampoco eran tareas de gusto para un perezoso, pues implicaba un repaso concienzudo de los filos en la piedra arenisca, la búsqueda del momento adecuado para dar suelta a su ira y sobre todo, diligencia en escapar.
     El tercer cardenal, teólogo eximio, razonó qu el hombre perezoso, mal puede pecar de soberbio mientras se entrega al “dolce far niente”, por lo que pereza podría verse benévolamente como una virtud teologal.
     Un amanuense, tomaba nota religiosamente de las opiniones y votos de los teólogos.
    A su turno, el cuarto cardenal sostuvo como  muy razonable, que el hombre perezoso suele adormecer sus apetitos, y si renuncia en ocasiones al mero sustento por abulia, cuánto más a los placeres de la mesa.
    El quinto teólogo, pontificó que la pereza es la renuncia obvia a cualquier tipo de envidia, salvo en casos extremos en que se apetece precisamente, abandonarse más que el vecino a las dulzuras de la holgazanería.
    Cuando llegó el turno al sexto cardenal, con un alarde grandilocuente de gestos, algo equívocos para hombres supuestamente castos, expuso algo ocioso de defender. Nada hay que ponga tantos y tan robustos palos en la rueda del pecado de lujuria como la pereza.
     La votación fué unánimemente favorable a retirar a la pereza de la ominosa lista. El amanuense, el monje Casiano Póntico, quedó comisionado para redactar el acta final y presentarlo al papa,  Gregorio  para su firma final.
    Pero la pereza, muchos siglos despué, sigue en la lista junto a pecados que harían sonrojar a una piedra. La causa, se ignora por qué, es que el acta nunca llegó a la firma del sumo pontífice. Ni siquera fue pasada limpio por Casiano Póntico.
    Seguramente, fue por pereza.




Día del padre
Pedro Navazo
18.03.2016


Yoko, una muchachita de once años con rasgos inequívocos orientales: cara perfectamente redonda, en cuyas mejillas se forman al sonreír dos atractivos hoyuelos  que residen allí de forma casi permanente, pues es raro que no esté sonriendo,  nariz chata, ojos rasgados y distantes uno de otro que, según como les de la luz,  parecen dorados, verdes o, incluso, de color zafiro y una larga melena morena cayéndole sobre la espalda como una cascada, se ha levantado especialmente feliz algo más pronto de lo habitual. Es “El Día del Padre” y quiere sorprender preparando ella sola el desayuno.

            Primero, en una bandeja, pone un platito con algo de fruta, un zumo de tomate y un café descafeinado, junto con una tarjetita de felicitación (diseñada por ella misma) y una corbata de seda en tonos acarminados, envuelta en un llamativo papel de regalo.

            Después, en otra bandeja, hace lo propio ordenando una pieza de pan tostado, untado con mantequilla y mermelada, un zumo de naranja y un vaso con leche fría; así mismo, de forma visible, coloca otra tarjetita ( parecida a la anterior) y una loción de afeitado empaquetado con el mismo papel con que envolvió la corbata.

            Supervisadas las dos bandejas, contenta con el resultado final, se dirige al dormitorio y lleva los dos desayunos para celebrar el día, no con uno, sino con los dos padres que tiene la suerte de tener, y que la aman y cuidan de ella a diario.
 



Solo suposiciones
Alfonso Bengoehea
04.03.2016



Sonaron tenues, casi tímidos, unos golpecitos de nudillo sobre la puerta de entrada. La esposa, bañada en lágrimas, acudió sonándose con un pañuelito diminuto. Al abrir, encontró un hombre entrado en años.
    —Buenas. ¿Llamaron de aquí…? —dijo el desconocido.
    —Si. Llamamos a la policía. —aclaró la mujer.
    —Yo soy la policía. —aseguró el recién llegado.
    La mujer llorosa miró al desconocido de arriba abajo. Tenía un uniforme gastado y poco planchado y los zapatos no eran del color que usan servidores de la ley.
    —Disculpe, —dijo cautelosa mirando su uniforme— pero, ¿no es usted  algo mayor para estar aún en servicio?
    —Eso es solo una suposición. Si supiera usted los años que tenemos que estar en activo para cobrar una mala pensión…
    La mujer llorosa hizo un hipo lo que significaba que daba el tema por  resuelto y acompañó al policía hasta el salón. Allí, sentado en el sofá, un hombre en pijama acodado sobre sus propias rodillas sostenía su cabeza entre las manos, mesándose el cabello.
    —Es la policía, cariño. —dijo temblorosa.
    Y luego aclaró al uniformado.
    —Es mi marido. Esta desolado.
    Hechas las presentaciones, se impuso proceder.
    —Pasemos a lo nuestro. —anunció el policía sacando una libreta y un diminuto lapicero—. Les  ruego que se remitan a los hechos pura y simplemente. Yo me encargaré de sacar las conclusiones.
    Los dos inquilinos asintieron dócilmente.
    —Veamos.
    —El abuelo, quiero decir mi suegro, ha desaparecido. —dijo el hombre del pijama.
    —Muy bien. —asintió el viejo policía—. Eso es un hecho.
    —Estábamos ya acostados, oímos un ruido y subimos a su habitación en el piso de arriba. Descubrimos que había desaparecido.
    —Lo doy como un hecho cierto.
    —La puerta de casa estaba cerrada y él no tiene llave.
    El viejo policía tomaba  notas de todo, concienzudamente. Tan concienzudamente, que parecía que en su vida no hubiera hecho otra cosa que tomar nota de desapariciones.
    —¿Edad?
    —Ochenta y tres.
    —Muy bien. Es un dato firme. ¿Pelo?
    —Blanco.
    —¿Altura?
    La mujer interrumpíó el informe.
    —¿No tendríamos que avisar a los bomberos?
    —¿Bomberos? ¡Qué disparate señora! El caso está en mis manos.
    —Pensaba que los bomberos…
    —Eso es solo una suposición. —dijo el policía dedicando a la mujer una  mirada feroz— . ¿Altura? —prosiguió.
    —Uno setenta.
    —¿Algún trastorno mental? A estas edades…
    Los esposos intercambian una mirada incómoda.
    —Ninguno. Está en su sano juicio.
    —Eso, es todo una suposición.
    —¿Han tenido algún disgusto reciente, alguna discusión familiar?
    —Ninguna. Jamás. Esta casa es una balsa de aceite y mi suegro el hombre más feliz…
    —Una suposición. Tendrían que saber la cantidad de gente que desaparece después  de parecer durante años absolutamente feliz. Radicalmente, es una suposición.
    —¿Han notado que falte algo de la casa?
    —Sí. —se apresuró a decir el marido—. Un abrigo de mi mujer.
    —Un abrigo de verano color burdeos con flores bordadas en seda. —puntualiza la esposa.
    —Eso es una suposición. Puede haberlo olvidado usted ayer en una tienda, pongamos la carnicería, donde el lechero…
    De pronto la mujer pensó en el detalle del abrigo e ignorando la objeción estalló en lamentaciones.
    —¡Pobrecillo! ¿Qué va a hacer una noche como esta con un abrigo de verano?
    —Señora, eso es una suposición. Una cadena, mejor, de suposiciones. Veamos su habitación.
    Todos subieron al piso superior e inspeccionaron la habitación del abuelo desaparecido.
    —Alguien le ha ayudado a escapar. Han tenido que poner una escalera desde fuera. —aventura el marido.
    —Eso es una suposición. Seguramente ha bajado por la canalera hasta llegar a la parra… Es lo típico. —rectifica el sabueso.
    —¿Por la canalera? Mi suegro es un anciano de más de ochenta años, agente. Hace dos meses tuvo un ataque de ciática… Es impensable que baje por una canalera. —dijo el marido consternado.
    —¡Si apenas puede moverse! —puntualizó la mujer.
    —Eso es una suposición.
    —Pero morirá de frío…
    —Eso es una suposición.
    —No veré más a mi padre —rompió en sollozos nuevamente la mujer.
    —También es una suposición. Tranquilícese señora.
    —Seguramente se ha perdido ya en el bosque. Morirá de frío.
    —Afortunadamente señora, eso es solamente una suposición. Mañana estará de nuevo en casa.
    —¿Usted cree? —preguntaron ambos a dúo.
    —Estoy absolutamente seguro. Sería el primer caso que no resuelvo satisfactoriamente.
    El viejo policía guardó su carnet de notas, tiró de los faldones de su guerrera y sonrió.
    —Señores. Estoy totalmente seguro. Mañana tendrán a su abuelo de vuelta a casa. Que ustedes descansen.
    El matrimonio acompañó al policía hasta la puerta. Antes de cruzar el umbral, el policía advirtió sonriente.
    —Y eso de los bomberos… Olvídenlo. El tema está en las mejores manos. Las mías. Buenas noches.
    Fuera de la casa, el polizonte dobló la esquina, subió a un coche sin distintivos policiales y se sentó junto al conductor que mantenía el coche en marcha al ralentí.
    —Me  han contado lo del ataque de ciática. —comentó divertido—. ¡Vaya imaginación que tienes!
    —Eso  fue una suposición. —contestó el conductor que llevaba un abriguito burdeos con recamado de seda en forma de flores.
     —Anda, acelera un poco, o llegaremos cuando ya esté acabando la fiesta de disfraces.




El pensionista
Carlos Robredo
21.02.2016



Desde que recibió la carta en la que oficialmente le confirmaban los datos que él ya sabía, había estado muy nervioso. Y nervioso seguía al entrar en el banco y situarse detrás de las dos personas que le precedían frente a la ventanilla de caja.

Mucho tiempo llevaba haciendo cábalas, tomando notas y apuntando recordatorios de citas de una u otra Ley en unas cuartillas que amontonaba sobre el viejo aparador de su casa; estudiaba supuestos y les aplicaba variaciones que él solo decidía. Y sobre todo, hacía, rehacía cuentas, sumas restas, porcentajes…

Pero, al fin, la carta le había llegado y estaba ya en el banco, frente al cajero, esperando ese primer montoncito de billetes que, aunque ya sabía que iban a resultarle escasos, los recibiría como agua de mayo por ser su única salvación. 

Vivía solo, viudo, con hijos tan distantes en lo geográfico, y en lo afectivo, que apenas se acordaba de sus nombres.

Tantos años de trabajo para salir adelante en ese pisito de alquiler de toda la vida que poco a poco le sangraba y agotaba sus ahorros por el sin fin de averías que aparecían demasiado a menudo, tantas y tan caras facturas de la luz, del gas, por la calefacción del invierno que se hacía inevitable en su fría ciudad, tantas miserias y tanto pasar hambre desde que murió su mujer y quedó al albur de su propia soledad; él que nunca había frito un huevo, él que no sabía cómo doblar el embozo de la sábana y al que le costó una larga semana aprender cómo funciona una lavadora; a él, por fin, le llegaba la pensión.

Y estaba allí, detrás de una señora que se le antojaba acostumbrada a eso de hacer colas mientras él apenas podía disimular su impaciencia. Y estaba allí,  en la penumbra de la noche, bajo la única bombilla que lucía en la lámpara de comedor de ocho brazos, repitiendo mentalmente todos los cálculos que un día tras otro escribía en sus cuartillas a las que numeraba y ponía fecha, pues llevaba tanos años con sus anotaciones que de otra forma le hubiera resultado muy difícil encontrar los párrafos o las sumas que creyese necesitar para continuar sus apuntes con el fin de llegar a una cifra que realmente le consolara, pero eso no sucedía nunca, y lo sabía. Las escasas cotizaciones a la seguridad social y su baja cuantía, a pesar de los cuarenta y siete años de trabajo siempre como aprendiz en un almacén de material de construcción, no le aportarían una pensión digna ni suficiente por mucho que se empeñara en llenar y llenar cuartillas y cuartillas con cábalas matemáticas. 

Le tocó el turno, y cara a cara con el cajero de la entidad de crédito, como las llaman algunos petulantes financieros, le miró a los ojos y, luciendo una emocionante sonrisa, haciéndole pasar por la ranura del cristal que protegía al eficiente empleado, le acercó ese documento que, como un tesoro o una promesa que iba a cumplirse en ese momento, llevaba en el bolsillo interior de su abrigo.

El chasco que se llevó fue monumental al comprobar que ese señor al que, al fijarse bien, le descubrió una cara que se le hizo inexpresiva y ciertamente antipática,  no parecía emocionado con el texto del comunicado oficial que acababa de leer, más aún, se le notó que saltaba algún párrafo y dirigía su vista directamente a la casilla que, al pie de la segunda hoja, decía: importe a abonar.

Pero daba igual, al abandonar el banco se olvidó de ello. Él ya tenía su pequeño fajo de billetes en las manos junto a unas pocas monedas que hacían cuadrar, con el importe exacto, el cobro realizado y, de esta manera, absolutamente feliz, pues de repente olvido lo escuálida de la pensión, salió a la calle sonriendo mientras con mimo acariciaba el pequeño fajo que supondría su sustento futuro, y tanto pensaba en sus billetes, en esa cantidad que a partir de ese momento percibiría los días treinta de todos los meses, que se abalanzó a cruzar la calle sin percatarse de la proximidad de la camioneta que acababa de descargar unos pedidos en una de las tiendas cercanas. La camioneta le arrolló, después se oyó el brusco frenazo pero ya estaba todo hecho. El pensionista yacía en el suelo, en el centro de la calzada, sin haber alcanzado la acera de enfrente.

La gente se arremolinó junto a él, le rodeaban profiriendo gritos en incipientes disputas y hasta el conductor de la camioneta se unió a ellos para conseguir alguno de los billetes que revoloteaban por el lugar.

De las monedas nadie hizo caso.
 



Memorias de una aprendiz de escritor.
II.- La vidente de Barcelucero
22.01.2016



Fue Don Nicanor, el mismísimo redactor jefe de "El Eco de la Meseta", don Nicanor Robledillo en persona, quien descubrió mi paradero, al cabo de unos días, tras la metódica eliminación, uno tras otro, de todos los lugares poco recomendables de la ciudad.

    El señor Robledillo es un negociador incansable. Esgrimió tantos y tan bien construidos argumentos a mi favor, que la dirección clínica aceptó que mi estancia en el psiquiátrico había sido circunstancial. Sin embargo, tras ver analizar a fondo mi perfil, convinieron en que mantuviese el uniforme amarillo hasta más ver.  Para el señor Robledillo no había uniformes de su talla pero le abrieron ficha detallada con dos fotografías, una de pie y otra sentado.

    Cuando salió a la luz el siguiente número de "El Eco de la Meseta", Carlitos, el sobrino del señor Robledillo  había estropeado su bici y la ingrata tarea de repartir la revista en los pueblos cercanos recayó en mí como cae una losa de granito desde una nube a un paseante desprevenido.

    A Carlitos, el enchufado, le asignaron la distribución  urbana.  Repartió cómodamente, los ejemplares de doña Carmen en la Residencia Psiquiátrica, de don Severino el censor, del monaguillo mayor del obispo… todas entregas sencillas y descansadas, las que yo había realizado hasta la fecha.

    A mí sin embargo, me tocó el  restaurante chino de Ucero, el cura de Valdelubiel y Rosaura, la bruja de Barcelucero entre otros suscriptores de categoría.

    Cuando llegué a Barcelucero, Rosaura la adivina, me aguardaba en la puerta de su casita a la sombra de la parra. Deduje que había presentido mi llegada. Es lo que se espera de una bruja.

    —Caramba, un chico nuevo. ¿Dónde está Carlitos?

    —Hemos cambiado la zona de reparto —contesté evasivo.

    Maldita la gracia que puede tener una bruja que no adivina que el remilgado Carlitos había roto su bici.

    —¿Y esa blusa amarilla?

   Me encogí de hombros. Yo suponía que para eso estaban las brujas, para adivinar lo que es difícil de explicar.

    —Pasa, pasa te haré un chocolate a la taza. A Carlitos le gustaba mucho.

    Habida cuenta que ya estaba de vuelta a casa y todas las entregas realizadas escrupulosamente, no venía mal el chocolate.

    La adivina me hizo sentar a una mesa camilla con las faldas estampadas de flores  tropicales y me sirvió la primera jícara con unos picatostes algo revenidos.

    —Mientras te tomas el chocolate, te echaré las cartas. Un servicio gratis. Yo siempre regalo el primer servicio. Me servirá para no perder soltura.

    La vieja Rosaura sacó un mazo de cartas que ya eran viejas cuando bautizaron a don Heraclio Fournier y las fue colocando en la mesa mientras murmuraba cosas ininteligibles. Ajeno a todo, yo mojaba picatostes y pan duro en el chocolate como si me fuera la vida en ello.

    —Te veo futuro en el comercio. Tienes madera.

    —Perdone señora Rosaura—.  interrumpí con la boca llena—.  Yo, lo que voy a ser, es escritor.

    En aquel momento toda mi confianza en los vaticinios de la bruja cayó como un castillo de naipes bajo una tormenta de verano.

    —Perdona querido. Las cartas dicen que lo tuyo es  la música. Y además, que tienes condiciones.

    —Pues las cartas se equivocan señora Rosaura. Yo quiero ser, y seré escritor. Bueno, —me corregí a mí mismo— de hecho soy ya escritor. Mire “El Eco de la Meseta”, pagina  catorce, ese cuarteto al otoño.

    —Carlitos era más educado, cariño.

    —Señora Rosaura, el chocolate estaba riquísimo y no quisiera parecer descortés pero… —E hice ademán de levantarme para salir de la estancia.

    Pero una adivina que se precie no se rinde en cuanto el primer mocoso se indisciplina. Como mucho, se enfada un poco. Esa era la bruja Rosaura.

    —Bueno, querido, veamos que dicen los posos del café.  —aceptó a regañadientes.

    La vieja se acercó al fregadero que rebosaba vajilla a la espera de ser lavada y escogió una taza de desayuno. La llevó con cuidado a la mesa y consultó los posos como quien busca oro en un pozo sin fondo.

    —Chavalín, —observó triunfante un instante después— ¡llevabas razón! Ahora lo veo tan claro como el cielo de una mañana de Abril.  Los posos del café lo confirman. Tu futuro es la literatura.

    Me detuve en el mismo umbral de la puerta. Aquello había tomado mejor color.   

    —Chico, no quería darte un disgusto. Lo de las cartas suele fallar. Pero los posos son infalibles. Veamos la bola. Para detalles, nada como la bola.

    Muy decidida, pasó a la habitación contigua de donde trajo una bola de cristal blanco, algo deslucida. La colocó en el centro de la mesa y pareció entrar en trance. Yo, súbitamente interesado olvidé mi prisa y me senté dócilmente. El examen de la bola duró un poco más que las consultas anteriores. Y la vieja Rosaura, iba recitando  con la entonación de quien está descubriendo algo inesperado, mis futuros avatares literarios, premios, aplausos,  viajes, ceremonias, felicitaciones  

    —Vaya, vaya… Vaya, vaya…  ¡Qué curioso! Si, muy curioso… Jamás había visto en la bola un futuro escritor en toda su gloria. Tómate otro chocolate, chavalín.

         Embargado por la emoción, borracho de gloria futura y empachado de chocolate, no reparé en que anochecía. Al descubrirlo, empecé a  impacientarme.

    —Perdone señora Rosaura pero todavía tengo que llevar  “El Eco de la Meseta” al cura de Valdelubiel. –mentí.

    —Bueno, chavalín,  no te entretengo. Es casi de noche y no es bueno que andes por ahí vestido de amarillo. Llévate mi burro. Ruperto sabe volver a casa.

   Monté sobre el asno que olisqueó divertido mi traje amarillo y emprendí la vuelta a casa.



    Hoy,  medio siglo después de aquel día, estoy  a punto de jubilarme. Escribo anuncios por palabras en el periódico local, tras años de no parir un relato decente ni escribir un triste pareado. 

    No deja  de asombrarme, que los viejos del lugar se deshagan en elogios de la clarividencia y la finura de los pronósticos de la señora Rosaura, la vidente de Barcelucero, y que sin embargo, nadie se acuerde de Ruperto, su burro, que sin conocerme ni preguntar a nadie, me dejó aquella noche en la mismísima puerta de mi casa.










Don Severino y los capitanes
Carlos Robredo
19.12.2015

Por fin, transcurridos muchos años, don Severino ha venido a charlar conmigo.
Saben, porque en varias ocasiones se lo he contado, que estaba ávido de mantener con él una conversación.  Le veía rondar por mi casa, le veía moverse en levitación, de un lado a otro, y veía como desaparecía cuando se percataba de que le había visto. Le llamaba, incluso gritándole, y mi familia me regañaba y decía que yo estaba loco y obsesionado con mis visiones, pero no eran visiones en su sentido imaginativo aunque sí lo eran en la acepción más exacta de la palabra; visión sí, porque yo le veía.
Para no alargarme les diré que vino y se sentó frente a mí, junto a la chimenea, esta misma noche, noche de invierno fría, oscura y silenciosa, como es habitual en estas tierras sorianas.
Pero no vayan a pensar que sostuvimos una conversación larga y profunda, eso hubiera querido yo pero él, el muy tunante, se adentró en la monotonía de un monólogo que yo no conseguí abortar aunque, de vez en cuando, y al finalizar algunas frases, me permitiera mínimas palabras mientras dejaba escapar unos jijí la mar de curiosos y divertidos pues, él mismo, don Severino, lo estaba pasando en grande  con el relato que se proponía darme a conocer y, a cada uno de sus jijis, le acompañaba con muecas esculpidas en su cara, como de niño travieso. Ya me entienden ¿verdad? Todos recordamos a nuestros chiquillos cuando hacen alguna trastada o nos pretenden engañar con una travesura y saben perfectamente que lo suyo, lo que están haciendo o diciendo, merece una leve regañina. Entonces es cuando, inocentemente, ponen cara de traviesos y dejan escapar unas risitas muy parecidas a los jijí de don Severino.
 ¿Qué por qué, el hasta hoy distante sacerdote, se reía de esa manera pensando en su propio relato? Ahora mismo se lo cuento pero déjenme ir al principio del asunto.
Decía que, como en todas las ocasiones anteriores en que lo hizo, apareció en mi casa sin saber cómo ni por dónde entraba, sin ruidos ni saludos, como hacen los espíritus de bien que no quieren asustar, pero hoy, sentado ya en una butaca, frente a la chimenea, se dejó ver aunque, al principio, sin hablarme. Era la primera vez que lo hacía así. Siempre aparecía, andaba de una pared a otra raudo, silencioso, con las manos cogidas a su espalda y en cuánto se daba cuenta de que le había visto, enarbolando sus hábitos, se esfumaba. No voy a insistir en estos detalles que, machaconamente, ya los tengo relatados en otras páginas pero sí tengo que decirles que su manera de actuar en esta negra noche de diciembre, me ha sorprendido tanto que aún ahora no le entiendo.
Cuando se dejó ver, ya tenía en sus manos mi vaso de güisqui y estaba picoteando de un cuenco de porcelana inglesa que contenía unos pocos frutos secos que además de ser una buena compañía para los alcoholes, son beneficiosos para nuestra salud.
¡Caramba, don Severino! Exclamé al tiempo que daba un brinco sobre el almohadón arrebujado de  mi butaca. Menudo susto me ha dado… con el tiempo que llevo esperando que venga a charlar conmigo va y lo hace cuando no le espero y además intranquilizándome por la sorpresa. ¿Me trae alguna mala noticia? No se enfade por la pregunta pero como los espíritus están al cabo de todo quizá sepa algo que deba decirme para… tal vez prepararme. Y ahí, en ese mismo instante, sonrió y soltó su primer jijí.
 Yo esperaba que me hablase y después de un instante, tras repetir el jijí, lo hizo:
—No muchacho no, no te preocupes que no es nada que puedas temer.
“Muchacho”, me había llamado muchacho y quedé sin saber cómo tomarlo pero, de inmediato, me di cuenta que a sus más de cuatrocientos años yo, para él, soy un muchacho y llegar a esa conclusión me alivió pues, al entenderlo, supe que estaba dispensándome un cierto cariño, sino un compadreo amistoso.
—Pues de verdad que me tranquiliza don Severino y, entonces ¿a qué ha venido después de tanto tiempo sin hacerme caso? ¿De qué quiere que hablemos? Ya sabe que yo estoy deseando mantener una larga y provechosa conversación con usted. —Le dije. 
Repitió una vez más su jijí y, con él, empezó a ponerme nervioso.
Volví a preguntar…
—Entonces, don Severino, ¿a qué debo tan grata visita?
Cuando se dispuso a hablar ya había visto yo que tenía agotado mi vaso de güisqui y cómo iba a servirme uno con la esperanza de poder beberlo le ofrecí otro a él para que,  con disimulo, o sin él, no volviera a vaciar el mío.
Dos minutos después estaba de nuevo frente al fuego, que él mismo había reavivado, con dos vasos limpios, la cubitera de hielo y una botella de güisqui de malta que mi amigo Javier me regaló pocos días antes.
—Qué, don Severino, ¿un poquito más de güisqui? Este es de los buenos, se lo aseguro, le sentará fenomenal y hará su efecto reconstituyente que notará a la perfección cuando vuelva a la calle, bueno, o al sitio ese al que van y del que vienen ustedes.
—Sí, gracias. —Dijo como sin darle importancia al hecho de que yo estuviera perplejo con su presencia. 
Lo tomó en sus manos después de sacudirse ligeramente los restos de la sal que los cacahuetes dejaron entre sus dedos y, como la cosa más natural del mundo, dio un largo trago para luego dejar escapar un nuevo Jijí y comenzar a hablar.
 —He venido a confesarme. —Me dijo se sopetón, y tal fue mi sorpresa que cuando comencé a preguntarle que qué quería decir con eso de confesarse, mi voz salió apagada y temblorosa.
 Otro jijí, esta vez más agudo y divertido, consiguió que recuperara mi estado habitual de conocimiento y, sin dejarme hablar, prosiguió:
—Ya sé que alternas y te tratas con capitanes, alguno de ellos falso…
   ¡No! —Interrumpí oportuno para que no siguiera en el error—, si se refiere al famoso Capitán Mendizábal y al Capitán Cangreja, que son los únicos de los que, someramente, puedo tener noticias, le aseguro que no les conozco de nada más que por haber leído algo sobre ellos y, si me permite la expresión, gracias a Dios, pues creo que son un par de tipos entrados en años, que muestran una picardía fuera del lugar, por ser propia de la adolescencia, y que mienten o, al menos, uno de ellos, que no le diré quién es, no dice siempre la verdad pues ni tan siquiera es capitán.
—Pero hombre ¿cómo dices tales cosas si has comenzado por afirmar que no les conoces? Precisamente he venido para contarte una picardía… pero no de ninguno de ellos, no, una picardía mía.
¿Usted con picardías don Severino? ¿se las permiten allá en ese sitio donde usted vive?
—Bueno ya imaginas que mi picardía ha tenido lugar aquí y no “allí”. En fin, te cuento —me dijo. Y prosiguió…
Estaba yo esta tarde dando un vuelta por los entresijos de la catedral que, como sabes, me gusta visitar de vez en cuando, y merodeaba por ver si le han infligido daños con absurdos cambios y moderneces que tanto gustan en estos tiempos, cuándo pensé en quitarme el polvo de las paredes de sus muros, que me causan un poco de asma, yendo a tomar una copita, pequeña no creas otra cosa, y resolví dirigirme a la calle Mayor. En ese momento vi a dos caballeros más bien vejetes, uno de ellos con un gran bigote blanco de esos muy antiguos que solo se ven ahora en las malas series de televisión ambientadas en siglos pasados y pensé: voy a seguirles, parecen unos tipos interesantes. Y allá que me fui tras de ellos intentando entretenerme un poco sin necesidad de venir siempre a tu casa, con los sustos que, como si fueras un poseso, me das al gritarme cuando me ves.
Sigo. Entraron en, seguro que te suenan, el Mesón Círculo, al rato cruzaron la calle y se adentraron en el bar Arévacos para, algo después, acabar su juerga particular en el Capitol.
       ¿Qué te parece? Seguro que como a mí, que son unos pintas, pero reconozco, después de seguirles y sentarme junto a ellos, que además de pintas son simpaticones.
Para no alargarme, pues esa cara de bobo se te quedará para siempre, resumo y voy al hecho que quiero confesar aunque, para que no te asustes como antes, me refiero a una confesión laica, que a esas cosas del laicismo estáis muy acostumbrados en este país.
Ya en el Capitol, sentados a una mesa frente a la barra, porque la terraza con este frío estaba imposible, volvieron a pedir de beber y esta vez, para sorpresa mía, se olvidaron de las cañas y pidieron sendos güisquis de malta, con hielo, insistieron a la chiquita que les sirvió.
Como yo ya estaba seco del todo por el polvo de la catedral, el frío del breve paseo de bar a bar y el verles a ellos consumiendo las cañas a pares, me decidí, como ellos, a tomar un par de güisqui de esos de escoceses que en mis tiempos no existían.
Y así fue, jijí, como les fastidie su ratito de conversa.
—Don Severino, no entiendo nada, primero dice que les siguió sin aclararme mucho para qué. Luego se queja de la sequedad de su garganta pero no consume nada en los dos primeros bares pues si no quería gastar podía entrar en alguno de los aseos y regalarse un buche de agua clara del grifo perfumada con un poquito de cal pero no, aguanta la conversación de eso dos tipos, que seguro se premiarían el uno al otro con milongas y embustes, y no se acuerda de su asma hasta que ve dos vasos con hielo y güisqui de malta.
—Sí muchacho, escoces era, porque lo dijeron muchas veces como si tuvieran que formalizar un rito continuado pero, y aquí está mi picardía, y mi pecado, les fastidié. Jijí, jijí.
—Y ¿cómo fue eso?
—Escucha y no me interrumpas más. Fue muy sencillo.
Al poco de estar sentados en la mesa del Capitol, los tres, ellos y yo que, como puedes suponer, también me hice con una de las cuatro sillas que estaban dispuestas, quedé atento a que alguno de ellos tuviera un despiste y así fue. El Capitán Mendizábal, producto y consecuencia de las cervezas previas, no pudo aguantar más y se levantó para ir a al cuarto de baño mientras el Capitán Cangreja y yo quedamos silenciosos en nuestra mesa pero, fue entonces, cuando el Capitán  Cangreja se levantó por un momento y tomó el periódico de encima de la barra, momento que yo aproveche para beberme de un trago el güisqui del Capitán Mendizábal sin que el Capitán Cangreja, que pasaba displicentemente las páginas del diario se percatase de ello.
Cuando regresó el Capitán Mendizábal y se dispuso a beber un traguito de su “agua de vida” vio el vaso vacío y le armó la bronca a su cordial amigo.
Pero hombre, ¿cómo se te ha ocurrido tomarte mi güisqui? Si querías más solo tenías que pedírselo a la camarera además tu vaso aún no está vacío.
       ¿Qué dices, Mendizábal? ¿Qué me he bebido tu güisqui? Pues lo que me faltaba escuchar. Apañados estamos. 
Poco a poco la discusión fue amainando y el ambiente creado entre ellos se serenó pero, y escucha esto, muchacho, fue entonces cuando el Capitán Cangreja que también había bebido lo suyo, tomó el camino de los aseos y en un despiste del Capitán Mendizábal, yo vacié su vaso.
A su regreso la escena de la discusión se retomó con más acaloramiento pensando Cangreja que había sido una venganza del Capitán Mendizábal mientras yo apenas podía contener mi risa.
A tal punto llegó su particular bronca que Mendizábal, ofendido por el hecho que se le imputaba se levantó de malas maneras y despidiéndose bruscamente sin hacer caso a lo que, atónito, el Capitán Cangreja le decía a modo de pacificación, salió del local con prisa y enfado. 
—Pero que barbaridad don Severino. ¿Cómo pudo usted llegar a tanto en su, no picardía, sino maldad? ¿Cómo fue capaz de dejarles al uno irse en semejante estado y al otro perplejo y sin saber que más decir? Verdaderamente necesita de un confesor que, desde luego no soy yo.
—A ver muchacho, no es para tanto, solo ha sido una broma, Jijí, y aquí el cura soy yo así que tú, nada de juzgarme ni abroncarme. Ha sido una broma que enmendaré.
—Bueno, si es así nada tengo que decir. Y por cierto, le agradezco mucho que haya venido a contármelo, me ha demostrado su confianza y, a partir de ahora espero que venga a verme más veces. 
Los dos nos pusimos en pie para despedirnos y al extender mi mano para estrechar la suya, sin dejarse tocar desapareció como siempre pero, esta vez, al son de un nuevo jijí.




Guardaplaya
Belinda Pazos
03.12.2015

El guardaplaya atacó un frenético morse de silbato. Punto, raya, punto, raya, raya, punto….  
Toda la playa se sobresaltó. Nos enteramos de que un niño había entrado en la zona de las corrientes peligrosas.
    Luego, fue una serie de pitidos cortos y penetrantes. Suspiramos aliviados. El socorrista corría ya hacia el niño.
    Al final, soplando a medio gas, hizo girar remolona la bolita y del silbato salió como un gorjeo sostenido. Todos quedamos informados de  que el niño estaba ya fuera de peligro.
    La playa estalló en una ovación al socorrista como no se escuchaba desde que alguien saboteó el Wi-Fi. 
    Y un grupo de melómanos de abono, que parecían dormidos junto a las rocas, pidieron un bis al guardaplaya.



Astucia china
Ramiro Pestaña
01.12.2015


Para los que  piensen todavía que el trabajo es la fuente de la felicidad vendría bien recordarles  la historia de Fausto Sorribas.
    Fausto Sorribas fue, hasta el día de su triste final, un hombre enfermizamente adicto al trabajo. Nuestro hombre era desde hacía muchos años, el contable de una empresa dedicada a la importación de juguetes de plástico chinos. Un puesto, al que había llegado merecidamente, no por intrigas o secretas recomendaciones, sino por obra de su  buena letra inglesa, su pulcritud en los registros contables y sobre todo por la exactitud  de las operaciones  de matemática elemental  que  el trabajo requería.
    Pero corrían malos tiempos y el país estaba asolado por una ola de despidos inmisericordes. Incluso en su propia empresa, Fausto había visto despedir a compañeros de mucha antigüedad con comportamiento y competencia envidiables. Y Fausto comenzó a inquietarse.
    Incluso en algunas empresas paternalistas, se había puesto de moda dar unos días de vacaciones al empleado indeseado, que cuando volvía descubría sentado en su pupitre a un nuevo empleado con cara de pocos amigos.  Con esto, el despedido se veía en el aprieto de tener que pelearse con un intruso además de bregar en los tribunales con la propia empresa. Una guerra perdida de antemano.
  Poco a poco la tensión se apoderó de  Cándido y  dejo de bajar a almorzar, al bar de la esquina.
     -Fausto, ¿no bajas a comer? –le preguntaban.
    -No. Hoy me lo he traído hecho de casa. –Contestaba- Es que siendo mi madre una cocinera tan estupenda, no puedo hacerla un feo…
    Como habrán adivinado, no era devoción filial. Ni siquiera cuestión de economía. Él no abandonaba su puesto de trabajo bajo ningún concepto. Circulaban ya muchas historias extrañas en las que patronos desaprensivos no perdonaban ocasión para desmbarazarse de sus empleados.
   Un día incluso, hizo venir al dentista para someterse a una extracción impostergable y todos sus compañeros aprovecharon para  hacerse una revisión, una limpieza o simplemente echar una ojeada a puentes y empastes.  Ya para entonces, era el último en salir de la oficina. Tan último siempre, que tenía que hacerlo que tanteando en la oscuridad, cuando todas  las luces del edificio de oficinas se habían apagado religiosamente a la vez, desde el control general del edificio.
    Pero, un infausto día hubo que cambiar precipitadamente la cerradura de la gran cancela de la entrada principal y Fausto, sorprendido, quedó encerrado. Desistiendo ya de salir tras algunos tanteos infructuosos, tse resignó a quedarse a dormir.  Aquella noche, solo y encerrado, decidió que nada ni nadie le seapararía de su trabajo. Se quedaría a dormir en su despacho, todas las noches de su vida.
    La  situación era a todas luces delicada y el secreto acabó pronto por ser  insostenible. En parte porque Fausto apareció pronto desaliñado y la barba crecida, pero sobre todo porque un buen día a media mañana se presentó desesperada su madre, la excelente cosinera,  con ropa limpia y  los trastos de afeitar.
    Todo el mundo acabó por hacerse a la idea. Hasta Don Cosme el director que era un alma de dios.  Pero lo inevitable, que aunque no lo creamos siempre acecha a la vuelta de la esquina, sucedió.  Los  chinos compraron la empresa y a don Cosme, prejubilado con todos los honores, le substituyó el señor Wang. La contabilidad pasó a llevarse en China y el departamento de contabilidad en España se convirtió en algo tan inútil como el departamento de control de calidad en la fábrica de juguetes de China.
    -Señor “Solibas  -dijo el Sr. Wang- Contabilidad en España “no necesalia” ya.
    -¿Y? –casi suplicó Fausto Sorribas.
    -“Lecoja” sus cosas, señor Solibas. Está usted despedido. -Aclaró el chino.
    Fausto se negó en redondo y se atrincheró en su despacho. Hubiera  sido  más  fácil sacar a un oso de su caverna en plena hibernación. No era cuestión de apelar a la fuerza porque el chino era budista convencido y no hubiera ejercido la violencia física con un insignificante mosquito. Pero la china es una raza paciente. Paciente, pero astuta.
    Una mañana, pocos días después de este incidente, apareció en el tablón de anuncios de la entrada un aviso con grandes letras negras. Se avisaba, para el día siguiente, de una de las peores noticias que pudiera imaginarse. A las 12 de la mañana acudiría el juzgado a las oficinas, para proceder al desahucio. Todo fueron caras serias, rostros cariacontecidos y hasta el Sr. Wang parecía  tan pálido  como pasado por lejía.
    -Parece mentira estos chinos.  -Comentaban por los rincones, los empelados- Tan sutiles, tan listos, y les desahucian como a cualquier vecino.
    -Para que te  fíes.
   Y sin más comentarios, todos se pusieron diligentes a llenar cajas con los documentos de la empresa y sus propios efectos personales. Fausto, sumido en la tristeza, puso en una  caja sus muchas pertenencias personales como residente fijo en la oficina y, con lágrimas en los ojos, empaquetó también los inútiles libros de contabilidad, porque a falta de novia o esposa, había establecido ya con ellos una singular relación amorosa. A las doce en punto acudió un oficial del juzgado con dos testigos y todos los empleados salieron ordenados y silenciosos con sus cajas, camino de la calle, tres pisos más abajo. El último, ya lo habrán adivinado ustedes, fue Fausto Sorribas.
    Abajo, en la calle, una multitud indignada y vociferante, aullaba presa de indignación.
    -¡Desahucios no! ¡Desahucios no! ¡Criminales!,  ¡Sanguijuelas! –Rugía el gentío.
    Blandían pancartas y rodearon pronto a los empleados desahuciados, que salían cargados de sus cajas. Cuando más arreciaban los gritos, de manera súbita, los empleados giraron sobre sus talones y emprendieron bruscamente el camino hacia el tercer piso. Solo Fausto Sorribas, sobrecargado a causa de su  excesivo equipaje, quedó rezagado. Cuando, después de resoplar agotado, intentó seguir al resto de los empleados, la cancela de la entrada se cerró súbitamente y Fausto quedó fuera empujando la entrada con sus cajas atiborradas.
   A través de la reja de entrada presenció como, el Sr. Wang  despedía al oficial del juzgado.
    -Si desea usted “almolzal” con nosotros… -Invitó.
    -No. Respondió el oficial. Tengo aún mucho trabajo esta mañana. Me faltan dos desahucios más. Y de los de verdad.
    -De acuerdo, “caballelo”. Venga por  la  “puelta” de “selvicio”. La gente está “enfulecidada”.
   Fausto hizo un último y heroico intento.
    - ¡Déjenme entrar! ¡Déjenme pasar! –gritaba-.  Soy  uno de los que están dentro.

    Hasta el más tonto de este mundo, sabe que un hombre con dos cajas en la mano que grita que es “uno de los que están dentro” a la puerta de un desahucio, tiene por fuerza que ser un colaborador del juzgado. Ni el más temerario lo haría.
    Las sirenas de la policía  se  empezaron a escuchar, cada vez más intensas a medida que se acercaban, y la turba se disolvió.  En el suelo quedó Fausto, atropellado, pisoteado y vapuleado, bajo una montaña de pancartas rotas.



Visite el zoo
Dositeo Marijuán
30.11.2015




Los guardianes hubieron de emplearse a fondo para cazarlos doce monos que correteaban por el  parque.   Cuando atrapaban uno, otro se zafaba del lazo, y divertido volvía a brincar entre la gente sin atropellar milagrosamente a nadie.
Mientras, los visitantes atiborraron a los niños de la jaula, de  palomitas,  cacahuetes y galletitas de anís.
Cuando al fin, el profesor de gimnasia y la señorita de inglés salieron de la espesura del parque arreglándose la ropa y atusándose el peinado, no se explicaban como los monos pudieron enseñar a abrir la jaula a unos niños tan reacios a los trabajos manuales.
      Meter los niños dentro de la jaula, sí que había sido fácil para los monos, porque además de que los monos son muy persuasivos, los niños eran dóciles. En aquel colegio se cuidaba más la disciplina que el bricolaje. 





Amistades peligrosas
Teresa Frías
29.11.2015

Conocía a René a través de una afamada red social. Compartíamos poesía, opiniones y algún que otro amigo virtual. Después de unos cuantos comentarios y otros tantos “me gusta”, resultó que no solo vivíamos en la misma ciudad, sino que además lo hacíamos en el mismo barrio. Un día sugirió la posibilidad de conocernos personalmente. Yo anduve un tiempo poniendo excusas, a veces tan absurdas que terminaron por agotar mi imaginación; así que, viéndome pillada, no tuve más remedio que acceder a la indeseada cita.
  Nos encontramos en un bar del centro. Como siempre, llegué impuntual, aunque esta vez tengo que reconocer que lo hice adrede, esperando quizá un plantón, cosa que por desgracia no ocurrió. Lo distinguí rápidamente, y no porque llevase una flor o algún libro cogido al azar; sino porque tenía el mismo aspecto pedante que en la foto de su “perfil”. No le dí la mano –a saber...–. Sonreí mientras me disculpaba y planté dos besos en el aire de sus mejillas.
  En el interior del local escaseaba la luz. Se dirigió al final de la deshabitada barra, donde se vislumbraba un solitario tinto y un camarero que miraba aburrido el televisor. Lo seguí, sin entender por qué tan lejos de la entrada. No soy una persona que suela huir de las situaciones embarazosas, pero una salida a mano siempre crea seguridad. Pedí una cerveza, puse la más hipócrita de mis sonrisas y a esperar el chaparrón de egocentrismo que sabía me caería.
  Apenas llevaba un minuto hablando cuando se acercó exageradamente a mí. Yo retrocedí discretamente. De nuevo la misma operación. Asumí que además de cargante, era de esos tipos que debían creer que el contertulio era sordo. Dimos otros cuantos pasos, él hacia delante y yo disimuladamente hacia atrás. Por un momento pensé que si no me movía, tal vez la distancia se mantuviese, sin embargo no quise arriesgarme, así que seguimos con el recorrido.
  El camarero tuvo el detalle de acercarle el vino en un par de ocasiones, pero al final lo dejó por imposible. Yo por suerte agarré mi caña al comienzo del trayecto y no la solté ni para buscar discretamente en el bolso el medicamento que me quitaría el dolor de cabeza que ya empezaba a amenazar. Hacia la mitad de la barra levanté el vaso vacío y con un gesto solicité otra al alejado barman.
  Metro a metro, siguió prodigando sus excelsas cualidades, logros en la vida, amistades selectas, y demás falacia y fantasmadas; y metro a metro mi aburrimiento iba aumentado. Y así entre historias poco creíbles y que poco me importaban, alcanzamos la entrada.
  Bueno René, ya que hemos llegado hasta aquí –dije mirando al suelo y sabiendo que no captaría la ironía–, creo que es hora de irme. Solo decirte que nos seguimos por facebook, y que la próxima ronda “virtual”– dije enfatizando–, la pago yo.
  Cuando tuve la certeza de que ya no me vería, cogí el teléfono, entré en mi muro, le bloqueé la entrada y lo desactivé del chat. Problema resuelto.


¡Allí estábamos!
Pedro Navazo
28.11.2015



            Enseñarás a volar,
                                                           pero no volarán tu vuelo.
                                                           Enseñarás a soñar,
                                                           pero no soñarán tu sueño.
                                                           Enseñarás a vivir,
                                                           pero no enseñarás tu vida.
                                                           Si embargo…, en cada vuelo, en cada sueño,
                                                           en cada vida,
perdurará siempre la huella del camino
enseñado.
                       (Teresa de Calcuta)
                                                                                   
¡Sí!...Había pasado mucho tiempo, demasiado, pero allí estábamos otra vez juntos aunque nos costara esfuerzo reconocernos: ¡treinta años dan de sí mucho!...
 Raúl, sin aquellas melenas medio rubias y bien cuidadas, que habían dado paso al poco pelo gris que le quedaba, ocupando el sitio habitual de una corona de laurel, y una poblada barba, resultaba difícil imaginar que fuera él: gran aficionado a las películas, se adueñaba de nuestra atención todos los lunes en un rincón del patio embaucándonos con su habitual destreza, mediante gestos y  cambiando el timbre de voz, contándonos la película que había visto el fin de semana; A Germán, ¡el buenazo de la pandilla!, le circundaban unas  cuantas arrobas, pero conservaba la misma cara afable de siempre: tenía esa maravillosa virtud, cualquiera podía hablar con él y todo su entusiasmo, todo su optimismo, toda su apasionada y generosa implicación en los problemas del otro conseguían al final que el otro descargara tensión y se sintiera en la mejor compañía del mundo; En cuanto a Íñigo, su imagen de informal y de contestatario, siempre con pantalones de pana, chaleco negro sin mangas encima de una camisa blanca de cuello redondo y con tabaco de picadura escondido en los bolsillos…, había dado paso a un hombre serio, con gafas, pelo cano y trajeado, introducido en el mundo de la Banca: su entusiasmo por las novelas bélicas de Sven Hassel y su capacidad de sacarles jugo humano a sus personajes y situaciones, era tan prodigiosa que no se cansaba nunca de contagiarnos con sus lecturas, mientras nosotros, al oirlo con su verba seductora, no acertábamos saber donde estaba la frontera entre la realidad y la fantasía; …Y también estaba yo, con mi delgadez de siempre, el pelo conservado y respetado por las canas y mi “eterna “ cara de niño (según Germán): ¡el más reconocible a juicio de todos!: mis tres compañeros eran depositarios de las risas que provocaba el pasatiempo que llevaba a cabo cuando los días de precepto asistía a misa  en la iglesia de mi pueblo. Allí, sentado en la bancada que correspondía a  los hombres, en vez de prestar atención a los sermones, a las cartas pastorales y a la lentitud de la ceremonia, que me ocasionaban tedio, me dedicaba a examinar las fisonomías de toda la gente asistente del pueblo y fabulaba historias a partir de sus rasgos físicos, el vestimiento o de la manera de caminar cuando volvían de comulgar: al cuarto de hora la iglesia rebosaba de asesinatos en serie, de hechiceras, de ladrones, de emparejamientos y deslealtades…

Allí estábamos juntos cuatro viejos amigos que habíamos compartido sueños, ilusiones y esperanzas jugando entre las paredes de aquél instituto: treinta años eran muchos años…Media vida invertida en perseguir, en compartir, en definitiva en vivir una vida que, aunque no fuera la que soñamos, era nuestra vida.
Volver a vernos había sido idea de nuestro antiguo maestro, aquél entrañable y, a la vez, severo tutor que enderezó y guió nuestras vidas: D. Félix siempre pensó que podría convertir a todos sus alumnos (como siempre decía) en hombres de bien, en integrarlos en la Sociedad…, porque él creía que no se nace ejemplar o rebelde, aplicado o vago, o listo o inteligente…, sino que es uno mismo, sacando lo mejor que lleva dentro, quien encuentra su sitio en esta Sociedad egoísta... D. Félix nos dio la oportunidad de creer en nosotros mismos.
Y por eso no podíamos faltar al día de su entierro.



Príncipe
Pilar Antón
27.11.2015



Debí haberlo imaginado. Tantas citas junto al estanque del parque tendrían su por qué. Debí hacer caso a mi madre también. Mi vida es casi un encadenado de cosas que debí hacer y no hice. En realidad, me había amenazado tantas veces que había perdido ya el poco miedo que tuve alguna vez al fuego eterno.
      -Cuídate de los hombres hija. Nunca bajes  la guardia. –Me recomendaba mil veces.
      -Mamá por favor, es un joven encantador.
      -¿Encantador? Encantadores son todos hasta que logran lo que buscan.
      -Es que además es príncipe.
    Mi madre fruncía entonces el ceño e insistía.
      -Pero hija, ¿dónde vives todavía?
      -Te prometo que es verdad. Me lo ha jurado.
      -¿Te ha pedido algo que una jovencita no deba dar?
    Era una buena pregunta. Del tipo de buena para quien pregunta y difícil para quien es interrogada.
      -Pues…
      -¿A qué viene tanta duda? ¿Te lo ha pedido o no?
      -Solo un beso.
    Y adiviné que, con ser la verdad, esto no dejaría nunca tranquila a mi madre.
      -Ni un beso. El día que se lo entregues, entregas tu misma vida. El beso es solo el primer escalón.
    Me sorprendió la seguridad con que mi madre afirmaba algo tan deleznable. ¿Por un simple beso? El primer escalón, ¿de qué escalera? ¿A dónde conducía la escalera? O mejor, ¿era una escalera hacia arriba o una escalera hacia abajo? Pero yo sabía bien que el beso, el fatídico beso, todavía no le había sido entregado. Y esto, pese que tarde tras tarde, día tras día, mi príncipe lo solicitaba casi desesperadamente.
      -Un solo beso y todo se transformará entre nosotros. -Me suplicaba lacrimoso.
      -Aún es pronto. -me defendía yo.- No nos conocemos suficientemente.
     Y marchaba a casa, temblorosa una vez más, con ese vértigo que da bordear el precipicio pero lograr guardar el decoro.  
      Cuando llegaba a casa, mi madre esperaba impaciente.
      -Hoy no has tardado tanto como otros días, hija. -Apuntaba con aire intrigado.
     Una observación muy certera porque mis paseos por el parque con mi príncipe terminaban siempre abruptamente en cuanto comenzaba a solicitar mis besos.  Mi madre sonreía y la ausencia de reproches y recomendaciones parecía indicarme que había recuperado su confianza en mí.
      -Ven hija mía, hablemos. –Dijo un día mi madre.
    Y tomándome de la mano me llevó despacio, como dos amigas, hasta el cuarto de costura que por lejos de oídos masculinos, era el sitio ideal para las confidencias femeninas.
       -He reflexionado, hija, y creo que he sido innecesariamente severa contigo.
     Mi madre, contra su costumbre de ir veloz al grano, hizo una pausa. Yo empecé a inquietarme.
       -El amor es algo inevitable en la vida, la atracción entre dos jóvenes es en definitiva el motor del mundo. Tampoco podemos ir contra corriente. El amor …
      Mi madre hablaba con suavidad, sin prisas.
     -…quizás ese joven del parque sea el hombre de tu vida.  Y si además es príncipe, mejor que mejor. Suelen tener una educación exquisita. Quizás no debiéramos desaprovechar la ocasión...       
      -Pero ya sabes, mamá, que insiste día a día en darme un beso y…
     Mi madre me atajó dejando de lado la fingida delicadeza de hacía unos momentos atrás.
     -Hija, un beso no es una catástrofe. –Y añadió con rapidez y aire de advertencia.- Siempre que la situación no pase de ahí, claro. Si te muestras demasiado esquiva, te lo levantará cualquier lagarta.
      Estaba claro que la vuelta de mi madre al lenguaje vulgar, encerraba toda una recomendación. Si se trataba de que el mundo siguiese rodando empujado por el amor, ¿quién era yo para negar un simple beso?
       Al día siguiente, a la hora de siempre, mi príncipe esperaba junto al estanque del parque. ¡Qué obsesión la de este hombre con pasear en torno al estanque!  Embargada por la emoción le anuncié que aquel día le daría el beso que esperaba y que yo misma, deseaba secretamente tanto como él. 
      Al oírlo, se transfiguró. Yo, emocionada, le ofrecí mis labios y él, como impelido por una fuerza irresistible, puso sobre ellos el tan soñado beso. Noté como un escalofrío serpenteando a lo largo de todo mi cuerpo y sentí que el rubor teñía mis mejillas. Él, sin embargo, pareció enfriarse algo y su rostro tomó una lividez verdosa.  Cuando me deshice del abrazo, sobrecogida por la trascendencia del paso dado, mi príncipe, extrañamente contento, dio unos saltos de alegría dirigiéndose hacia el estanque.  
    Desde el borde de un nenúfar se despidió de mí.
      -¡Croac! ¡Croac!
     Ignoro el significado pero  presiento,  que es en su idioma, la manera con que los sapos festejan su vuelta a casa.


El encuentro
Julio Pina
20.11.2015

 
Cangreja—¿El capitán Mendizábal?, supongo.
Mendizábal—Y usted, claro está,el capitán Cangreja.
C—Sí, señor, el mismo que viste y calza.
M—Y yo que me alegro por ello, pero no sé por qué, lo imaginaba a usted mucho más alto.
C—Hombre, pues ya ve, uno llega hasta donde llega.
M—A mí me lo va usted a decir, que jamás pensé llegar hasta esta residencia.
C—¿Y quién lo pensaría?, está usted hecho un chaval.
M—Quite, quite, déjese usted de cumplidos que la cosa está muy cuesta arriba.
C—Oiga, Mendizábal, ¿prefiere que demos un paseo por el parque o nos quedamos aquí?
M—Olvídese usted de los paseos, Cangreja, que ese chirimiri que no deja de caer, te cala hasta los huesos y no estamos para sustos.
C—Pues nada, nos quedamos aquí tan ricamente.
M—Sí, mucho mejor. Bueno, vaya con el amigo Cangreja, y ¿de qué arma dice usted qué es?
C—¿Yo?, que recuerde no he mencionado ninguna.
M—¿Entonces?
C—Sí yo le contara.
M—Pues cuente usted, hombre, cuente, que a nuestra edad, tiempo es lo que nos sobra.
C—¿Usted cree? Capitán, a nuestra edad, tiempo es lo que nos falta.
M—En eso tengo que darle la razón, pero no se queje usted por ello, que me da en la nariz que es mucho más joven que yo.
C—No crea, que ya brinco los setenta.
M—Toma y yo hace tiempo que los olvidé. Pero dejémonos de fechas que eso ya no tiene remedio y hablemos de lo que importa.
C—Pues vamos a ello.
M—Decía usted que era del arma de…
C—De ninguna, capitán, no le decía de ninguna.
M—¿Entonces?
C—Entonces, nada, que siendo sincero, y con usted no puede ser de otra manera, le diré que tan harto estaba allá por tierras manchegas de fincas yermas y desiertos terrosos, que una buena mañana me dije: «Dionisio, ni un día más santo Tomás, de aquí en adelante vas a ser marino» y hasta hoy.
M—¡Joder!, si no veo no lo creo, y ¿así por las buenas?
C—¡Hombre! y tanto que por las buenas.
M—Entonces, ¿prefiere que le llame Dionisio?
C—Como usted designe, que a esta altura del partido tanto monta.
M—Pues le decía, que con esto de las presentaciones, nos estamos olvidando de lo más importante.
C—Y ¿qué es?
M—Coño, ¿qué va a ser? ¿O ya ha olvidado la insistencia que puso por teléfono en venir a visitarme?
C—No, por supuesto que no, capitán, y por tanto no dejemos para el final lo que ha de ser lo primero.
M—Eso digo yo,orden sobre todo.
C—Pues entonces, zarpemos sin más; ¿usted conoce a don Jacinto de El Burgo de Osma?
M—Así al pronto, no caigo. Si no me apunta usted algo más…
C—Sí, hombre, ¿uno cubierto con una boina más vieja que la lona de un circo, que siempre anda con un cigarro en la boca y persistentemente en compaña de un tipo que gasta un hermoso bigote blanco?
M—La verdad, amigo Cangreja, es que yo a El Burgo voy poco, ¿sabe usted? Vamos, que no voy nada, como me pilla un poco a trasmano...
C—Pues es una pena, que El Burgo es un lugar que merece el esfuerzo.
M—Y doy fe de ello, que anduve alguna vez por allí, pero fíjese lo que son las cosas, desde que estoy aquí en Valdetrubia, tengo más a mano ir a Bilbao que a El Burgo.
C—Y que va usted muy a menudo, o al menos eso he leído.
M—Ya me gustaría, pero me da un poco de reparo ir solo.Donde voy es a Miralejos.
C—Por la añoranza del mar, ¿no?
M—Pero qué mar y qué leches, a mí lo que me pirran son los trenes, y poder charlar con la gente que viajan en ellos.
C—¿Y los barcos?,¿qué me dice de los barcos?
M—Bueno, también los barcos, pero con los años, me pasa como a usted con La Mancha,que uno acaba cansándose de todo.
C—Eso sí que es verdad.
M—Y, ¿qué me decía de un tal Patricio?
C—Jacinto, le decía que si conoce aun tal don Jacinto de El Burgo de Osma.
M—No, seguro que no. Imposible conocerlo, que una sola vez estuve por esos pagos y ¿se quiere creer que solo me queda retentiva de los torreznos? Oiga y lo que son las cabezas, no recuerdo quién me acompañaba en tal ocasión, pero aquellos torreznos… como para olvidarlos.
C—Entonces a don Jacinto no…
M—Pues no, señor, no lo conozco, ¿acaso importa?
C—Hombre, para el caso es igual.
M—Pues explíquese usted mejor, que no alcanzo a vislumbrar tal embrollo.
C—Vera usted, amigo Mendizábal, hace unos días y por casualidad vino a caer en mis manos un librito donde se narraba, y no con poco arte, sus peripecias viajeras en un tren, y después de leerlo, con sumo interés, harto complacido me dije: «Dionisio, es menester conocer a este capitán, él y su escribiente tienen la solución a tu problema».
M—Acabáramos, usted se refiere a ese librillo del tres al cuarto que sobre mi persona ha escrito un tal Néstor.
C—Si no hay otro, a ese me refiero.
M—¿Y me está diciendo que eso que allí se cuenta ha despertado tal interés en usted como para venir hasta aquí?
C—Pues por muy extraño que parezca, así es. Pero no es lo que se cuenta lo que me interesa, no señor, sino cómo se cuenta.
M—¡La leche!, desde que tengo potra no he visto otra.
C—Verás, amigo Mendizábal, seré sincero contigo,y perdona que te tutee, pero creo que entre capitanes…
M—Por mí vale el tuteo, pero no por graduación, sino por edad.
C—Pues te decía, que un mal día y de esto no hace más de cuatro meses, andaba paseando por las calles de El Burgo cuando caí en la cuenta de que me había quedado sin tabaco,entonces, y en qué maldita hora, entré al estanco a comprar un paquete con tan mala fortuna que allí estaba el tal don Jacinto.
M—¿Pero tal mal te ha ido con él?
C—¿Mal dices?, peor. Primero me lio de tal manera que acabamos en El Círculo, tomando unos vinos con torreznos. Luego ya en El Capitol me habló de no sé qué revista donde un tal Julio escribe sobre sus correrías, total que una cosa llevo a la otra y yo, infeliz de mí y confiado, le hable de unas notas que yo guardaba con mucho celo y de mi deseo por ponerlas en orden. Y así, cuál fue mi sorpresa cuando no pasados tres días, una aciaga mañana, don Jacinto y el tal Julio se presentaronen mi casa,  donde con la disculpa de echar un ojo y de hablar sobre lo que ellos llamaron «mi novela», se comieron sin recato alguno todo lo pillaron y lo que fue peor, me dejaron sin cervezas, y todo ¿para qué? Para acabar escribiendo este pequeño y absurdo cuento que te traigo, en el que nada se parece a lo que yo había anotado en aquellas cuartillas, y lo que es mucho más grave, para dejar la historia, como puedes comprobar, sin acabar, porque ¿te quieres creer que no fueron capaces de saber cómo hacerlo?, ¿pero dónde se ha visto eso?
M—Eso lo debe dar la tierra, que a mí me ocurrió algo parecido a lo tuyo con el tal Jacinto.
C—¿Qué me dices?
M—Lo que oyes, al llamado Néstor me lo presentó un tal Alfonso, residente en San Leonardo que siempre anda, o mejor dicho, andaba, por aquí enredando en busca de historias que llevarse a la pluma, y mira que maldita casualidad, me encontró a mí, y que como a ti, tampoco no se me olvida aquel funesto día:«Que si Néstor la escribía, que si Alfonso la publicaba, que mira lo que te digo y que esta historia está muy bien». Total, que entre los dos me liaron, que entre los dos se bebieron una botella de whisky de malta y que yo, tonto de mí, les conté mi historia y naturalmente pagué la botella. Y todo ¿para qué? Para acabar publicando un cuentecito donde me han hecho pasar por ñoño, nostálgico y lo que más duele, por viejo y tonto, pues no dicen que casa Juanín lleva cerrado más de un año y que yo no lo sabía, pero ¿por quién me toman?, o ¿es que se creen que los sábados voy hasta Miralejos solo por ver el mar? Vamos, hombre, ni que uno fuera lelo.
C—Y no es así, ¿verdad?
M—¡Quía!, voy porque me encanta montar en tren y sobre todo porque en casa del portugués, además de pescado, sirven unos churrascos que se te caen las lágrimas.
C—Me va pareciendo que estos no son muy listos.
M—Desengáñate, estos se llaman escritores, pero no dejan de ser unos plumíferos del tres al cuarto.
C—Entonces tú crees que el tal Néstor tampoco…
M—Tú veras lo que haces, pero con mi historia ha hecho una chapuza.
C—Pues yo había venido hasta aquí confiado en que Néstor podría arreglarla mía.
M—¿Arreglar este desaguisado? No creo yo que…
C—Apañados estamos, entonces, ni uno ni otro. ¿Y ahora?
M—Pues ahora a dejarlo correr, que el tiempo todo lo tapa.
C—¿Y si vuelven aque les contemos más historias?
M—Pues se las contamos, que estos por tener algo que escribir se tragan todo.
C—Como lo de tus mambises, en la guerra de Cuba ¿no?
M—O lo tuyo con lo del fuelle.
C—Bueno, bueno, dejemos la fiesta en paz.
M—Mira lo que te digo, Dionisio, una ventaja que tiene esto de ser viejo es que puedes olvidarte de las cosas cómo y cuándo quieras.
C—Eso, y así presumir de una edad a la que ni por asomo llegas ¿no?
M—Ya te digo,que no hay mejor que una memoria bien administrada.
C—Hombre, eso me gusta, y así si vienen a por más con decir que no me acuerdo, asunto arreglado.
M—O les cuentas cuando fuiste campeón de esquileo de merinas en Betanzos, si da igual.
C—Pero estarás conmigo, capitán, que todo esto da un poco de pena.
M—¿A quién? A mí ninguna, y para demostrarlo, y si te parece bien, el próximo sábado te vienes conmigo.
C—¿A Miralejos?
M—Qué Miralejos, a Bilbao.
C—Oye, Mendizábal, ¿túfumas?
M—Aquí en la residencia no.
C—¿Y fuera?
M—Fuera hago todo lo que haga falta y mis años me permiten.
C—Dices, ¿todo lo que haga falta?
M—Eso he dicho y no lo pongas en duda, que estás hablando con un capitán de la marina de guerra.
C—Pues mira una cosa que yo también te digo, yo no seré capitán, pero sí manchego, que para el caso es lo mismo, el sábado te acompaño a Bilbao.





Música triste
Alfonso Bengoechea
17.11.2015

Para José Antonio
erudito en corcheas 
y maestro en sobremesas musicales.

El hombre del gabán gris que dejaba siempre religiosamente sus cincuenta centavos, llegó temprano. Rápido, sin detenerse apenas, saludó con un gesto al músico callejero y apretado el paso hacia las oficinas del cercano ayuntamiento, donde el músico sospechaba que trabajaba como funcionario subalterno. 
    Era altamente improbable que el probo funcionario valorase en su justo punto la ejecución del tercer movimiento del Adagio de Barber, pero esto era un gaje del peregrino oficio de músico callejero. Tampoco seguramente lo harían, los niños que caminaban reacios, arrastrados por las niñeras, rumbo a sus colegios. Ni las beatas madrugadoras que corrían a pasitos cortos hacia la colegiata. Fuera como fuera, la pieza constituía una excelente bienvenida para el día, frío pero ligeramente soleado, que comenzaba.
   Luego llegarían, los ociosos de media mañana, los jubilados, los indolentes, los caminantes impenitentes… Y a todos, los mejores sonidos de su violín de profesional, el lujoso violín de lutier con que había alternado conciertos y enseñanza en su lejano país. Y todo por propinas miserables, por monedas perdidas en el fondo de los bolsillos de donde algunos transeúntes las rescataban con dificultad.
    Ahora el “Paseo de los Poetas venecianos” quedó desierto, el violinista callejero, abrió el estuche y colocó el violín con cuidado sobre el interior acolchado en seda.  Se colocó los mitones de lana y movió enérgicamente en su interior, para desentumecer del frío, los dedos de las manos. Ensayó una tabla rápida de estiramientos y contorsiones, para disipar una molesta tensión muscular en la espalda. Qué lejos quedaban aquellos ejercicios meticulosos que le ocupaban toda una mañana los días de concierto. O los ensayos en el conservatorio, o…
    Cuando el violinista callejero terminó sus estiramientos distinguió  en el fondo del paseo, del lado del rio que una mujer, aparentemente joven, depositaba su modesta impedimenta en el suelo y extraía de un estuche de cuero, su propio violín.

    A pesar de que la vista del músico no alcanzaba  a distinguir detalles, el hombre creyó descubrir en la recién llegada, algo que  lejanamente familiar.  La joven, extrajo el arco y tensó las crines. Luego con aire profesional y meticuloso, la recién llegada ha ido pellizcando las cuerdas y aplicado el oído al resultado. Moviendo la madera del arco rápidamente sobre las cuerdas emite un trémolo de prueba.
    Cuando finalizó esta preparación, la joven atacó una serie de tanteos en forma de escalas,  y el violinista callejero susurró.
    -Muy profesional, sí señora.  -Y añadió para sí-  Tiene esta mujer algo que me resulta lejanamente familiar. Algo…
    La mujer dió por  terminados sus ajustes, colocó frente a ella su gorrito de lana para recoger los donativos e comenzó a interpretar formalmente una pieza.
    -¡Santo Dios! –exclamó el violinista- ¡Esta loca pretende interpretar el Capricho número 24 de Paganini.! 
    Mientras la mujer se entregba a los primeros arpegios de la pieza, el músico callejero dió la vuelta a la cartulina que exhibía la palabra “Gracias”  en tres idiomas para mostrar el aviso “Vuelvo pronto”.  Luego tomó algunas monedas de su propio platillo y con su estuche bajo el brazo se dirigió hacia la recién llegada.
    A medida que se aproximaba a ella, el hombre murmuró.
    -Esa precipitación, ese aplomo, el mismo gesto de separase el cabello de los hombros…
   Cuando ambos quedaron frente a frente, la alegría iluminó los ojos de la joven y desvaneció el rictus que el frío de la mañana acababa de imprimir en su rostro.
    -¡Pero maestro!, ¡Qué sorpresa!  ¡Qué pequeño es este mundo cruel! Nos volvemos a ver a dos mil kilómetros de casa, a miles de kilómetros de nuestra última lección en el conservatorio.
    El músico callejero permaneció perplejo.
    -Pero… ¿Qué haces aquí, tan lejos de casa?
    -La vida se hizo imposible también para los jóvenes. No queda en nuestra tierra lugar para el arte. –dijo llorosa.
    -Tampoco parece que mis lecciones te hayan aprovechado demasiado. –se condolió el hombre.
    -Jamás podré  agradecer las lecciones y los consejos  que recibí de usted en el conservatorio. No es mera casualidad. La providencia ha hecho que se crucen nuestros caminos. ¡Cómo me gustaría una lección magistral, aquí , en plena calle con este bullicio… ¡Qué no daría por sus consejos!
    -Así es la vida. Un día eres un concertista de fama en tu país y al siguiente vives de la caridad tocando por las calles de un país extranjero. –Replicó el violinista callejero- Pero no nos lamentemos. Adoro tu entusiasmo y por supuesto puedes contar con mis mejores consejos.
    La alegría transfiguró el rostro de la joven y el músico apartó de un gesto la amargura que empezaba a invadirle.
    -Ante todo, –continuó el violinista-  es esencial que elijas bien el lugar. Al abrigo de corrientes en invierno, A la sombra de los plátanos en verano. Sobre todo huye de los tilos, que en primavera segregan y desprenden constantemente su melaza. Pregúntate quién puede ser tan generoso como para dejarte unas monedas, si está sintiendo pegarse al suelo constantemente la suela de sus zapatos.
    -Lo tendré en cuenta, maestro.
    -Este gorrito de lana que has  colocado en el suelo para recoger las monedas, -prosiguió él- no es tu mejor herramienta. Al menos hasta que coloques en el fondo un platillo metálicos o de loza donde las monedas arranquen al caer algún sonido. Hasta la gente generosa olvida a veces que lo es. Se requiere un mínimo sonido para despertarles de su abulia, como el diapasón marca el tono a la cuerda del la.
    - Sí maestro. Me ha gustado lo del diapasón.
    -Controla el montante de las monedas que te entreguen. Pon tu contrapunto a la generosidad de la gente. Muchas monedas a la vista en el platillo, disuaden a los indecisos. Corren tiempos difíciles también en este país. Pocas monedas, o ausencia de monedas, desaniman a los paseantes. Aquí como en nuestro país, a la gente le gusta imitar al vecino.
    La joven hizo un mohín de desencanto.
    -Todos los días –insistió el profesor-  habrás de  traer unas pocas monedas de tu casa. Nadie echa una triste moneda a un platillo vacío.
    -Pero maestro, -interrumpió la joven- estos son consejos prácticos pero vulgares. Nada musicales. Yo me refería a los consejos técnicos…
    El violinista callejero sonrió.
    -Sí.  He guardado para el final el mejor de mis consejos. Uno que te reportará lo mejor si lo respetas.
    La  joven alegró el semblante. Por fin, a pesar de estar a miles de kilómetros del conservatorio de su ciudad, iba a recibir los impagables consejos de su profesor.
    -He observado que oprimes demasiado la nuez del arco. Lo has de hacer con suavidad, aplicando, mínimamente, la fuerza imprescindible para impulsarlo sobre las cuerdas. Siempre  la fuerza justa. Sin crispaciones. Que la miseria, la pena, la ira, el rencor  o el desencanto no te hagan nunca apretarlo demasiado.






Una dura competición
Rosalía Urbión
15.11.2015
Para Ana Balbás Moreno
compañera literaria.

La rivalidad deportiva entre el albatros blanco y la sardina de dos cabezas se había convertido en un serio problema personal.  
      Un día, en la bahía de Santander  cuando el sol empezaba a picar a su gusto, el albatros muy impuesto en su condición de  viajero aéreo, retó a la sardina de dos cabezas a una dura competición.
Una carrera desde el puerto de Santander hasta Southampton. Quedaría así claro, para todo el mundo, de una vez por todas y sin posibilidad de discrepancia alguna para el futuro, quien de los dos era en mar abierto,  más veloz, más resistente o más merecedor del premio por combinación de ambos méritos.
           La sardina de dos cabezas, asintió de mala gana porque con mar picada en otoño, arrancaba en clara inferioridad de condiciones, pero se había convertido ya en insoslayable dilucidar la vieja porfía en torno a la rapidez y resistencia a través del mar.
    -Está bien, -concedió la sardina de dos cabezas,- saldemos  por una vez esta vieja diferencia. Esta es una buena ocasión para aclarar quién es más veloz. 
         Salieron a media mañana de la Playa del Camello. El albatros, batiendo fuertemente alas para tomar altura, aprovechar una térmica. Tenía debilidad por colocarse en lo alto, en posición privilegiada por encima de la vulgaridad del nivel del mar.  La sardina de dos cabezas por su parte, se entregó desde el primer momento a nadar al estilo convencional, eso sí, sorteando barquitas y chalupas y buscando la estela de algún  barco de recreo perezoso para colocarse a su rebufo.
     Al amanecer del segundo día, el albatros estaba  ligeramente  desorientado. Quizás fuera el cansancio que da la falta de ejercicio metódico y diario, quizás  volar demasiado de noche sin la tutela de las estrellas, quizás esa leve  embriaguez de las  algas fermentadas, en salmuera permanente, quizás solo que  Southampton estaba más lejos de Santander que lo que confiesan las cartas marinas.
        El albatros, vio una embarcación casi en la línea del horizonte.  Planeó un poco pero hubo de batir  alas y subir algo más para acometer el último tramo. No estaba  habituado a calcular las distancias tanto tiempo haraganeando en la costa.   Era un balandro de  placer.  Quizás, un poco fuera de la ruta Santander-Southampton,  pero estos barquitos libertinos escapan siempre  a la lógica de los navegantes habituales. Solo se someten a la ilógica de los caprichos humanos. Pudiera ser también un barco de vagabundos, un barquito de enamorados, un nido de amor flotante, un…
         El albatros se posó sobre la punta del  único palo de la embarcación,  graznó un poco  y alguien salió precipitadamente a cubierta vestido solo  con una camiseta de  tirantes.
    -Buenos días.- Pareció que regurgitaba el albatros- ¿Todo bien?
    El chico de la camiseta de  tirantes sonrió.
    - Como la seda.
  Una jovencita asomó la cabecita morena por la portezuela de la cabina, sonrió y preguntó.
    -  ¿De qué se trata? –preguntó.
    - ¿Vieron una  sardina de dos cabezas navegando hacia Southampton? –preguntó al albatros  desde la cima del palo del balandro.
     - ¡Oh! No son días para parase en esta minucias. –Se disculpó el chico.-  La verdad es que no estamos a los que pueda correr a nuestro alrededor. Usted comprenderá. Acabamos de casarnos.
     Unas horas más tarde, el albatros divisó un barco pesquero.   
    -¿Queda mucho para Souhampton? –Preguntó desde el techo del puente.
    -Muchas millas. Estamos más cerca de Francia que de Inglaterra… -Respondió el timonel del pesquero.
    -  Y ¿ vieron una  sardina de dos cabezas nadando hacia el norte…?
    -  Nosotros estamos al verdel. De todos modos, los bancos de  sardina van ahora hacia mar abierto…-Contestó el capitán.
      El albatros tomó fuerzas y prosiguió su vuelo. Era imposible cualquier referencia a la sardina de dos cabezas. ¿Iría por delante? ¿Navegaría todavía retrasada?
      Muchas millas por delante, cuando las fuerzas amenazaban con abandonarle, el albatros hubo de posarse sobre el puente de un gran carguero.
    -¿Vieron por casualidad una sardina de dos cabezas en dirección norte?
    Un griego con la gorra de capitán sucia de grasa contestó.
    -τίποτα. (Nada) Y tengan cuidado con los guardacostas ingleses. No tienen sentido del humor.
 Lo de la sardina de dos cabezas puede parecerles sospechoso. Καλό ταξίδι (Buen viaje)
     El carguero siguió su rumbo hacia el sur.  Cuando el ave llegó a Southampton, el albatros divisó desde arriba un pequeño revuelo en el rincón que los grandes paquebotes de recreo dejan a los pescadores de la zona.  Era la hora en que se ponía en acción la pequeña lonja de pescado diaria. Despreciando las grandes piezas, atunes, meros, congrios y merluzas, la gente se arremolinaba en torno a una modesta caja de morralla.
     -Solo una libra. –Voceaba el subastador. –Una hermosa caja de pescado variado por una libra…
    -No es mal precio por toda la caja. –Opinó una  compradora. -Da para unos cuantos guisos marineros de pescado.
    -¿Buen precio? –comentó irónica su compañera-  De no ser por la sardina de dos cabezas no valdría tres peniques.
       El albatros descansó unos días y emprendió, vencido, el camino de vuelta. Como había comenzado la temporada estival fue punteando hasta Santander las playas que empezaban a poblarse ya de bañistas, surferos y mariscadores de fortuna. 
Pero ni la luz del verano, ni  la alegría de las playas alivió al albatros de su pena. Había sido un error fatal competir hasta ese extremo. Albatros y sardina  parecían haberse contaminado de la estúpida obsesión de los humanos por rivalizar por todo. Cualquier día es bueno para ganar una dura carrera, pero nunca al precio de perder una buena amiga.
     Y menos una sardina amiga de dos cabezas.





Amarillo
Germán Carnicer
10.11.2015
  Para Carlos Robredo y Javier Nicolás

Estaba yo exultante. Había logrado entrar como escritor meritorio en “La Pluma”, la revista más prestigiosa de la ciudad. Tan extraordinariamente contento de comenzar mi vida literaria que no concedí mayor importancia a lo que parecía ser ya público y notorio en los mentideros ilustrados. Que la revista era tan lacrimosamente pobre que ahorraba en sellos de correo lo que no pagaba a sus colaboradores. Buena parte de los ejemplares, lo repartían en mano los aspirantes a escritor, tan escasos de luces como de dotes literarias que acudían a su redacción.
      -Llévale la revista a doña Carmen. –Me encomendó el director.-  En el Psiquiátrico de San Mauricio, en la carretera de León.
    Y yo, rebosando felicidad, salí hacia el destino portando como un tesoro en un sobre color canela, oliendo aún a tinta fresca, un número la revista donde tenía fundadas esperanzas de publicar mis cuentos en un futuro.
    La Residencia San Mauricio era un caserón imponente de ladrillo rojo capaz de sobrecoger a cualquiera. Me prometí que algún día, cuando fuera escritor consagrado y aplaudido, escribiría un cuento cuya acción transcurriría e una residencia como aquella.
    Llamé en la entrada, una entrada suntuosa, y tras ser observado meticulosamente desde una celosía me franquearon el paso. Tras dos juegos de puertas deslizantes que se abrían o cerraban alternativamente para prevenir –supuse-  fugas, llegué a un inmenso corredor de techos altos y suelo impecablemente pulido flanqueado de puertas y dependencias.  Aquí y allá, paseaban indolentes y felices los residentes vestidos de amarillo impecable. Sonreían a mi paso y yo recibía sus leves inclinaciones de cabeza como saludo correspondiendo como un lord inglés podría hacerlo en una recepción en Balmoral.
      -Disculpe usted…-me decidí a preguntar por el despacho de doña Carmen.
      El hombre tenía unos ojos inusitadamente claros y su expresión rebosaba bondad. Ni siquiera me permitió terminar la pregunta. Con determinación, con una extraña seguridad señaló al fondo del corredor y luego doblando a la vez los dedos, me dejó claro que tendría que seguir mi camino haciendo un ángulo recto. Agradecí una orientación tan rápida aunque muda y seguí mi camino apretando contra el pecho la revista donde pronto escribiría, localizado en un psiquiátrico,  mi celebrado cuento. 
    Nada más enfilar el nuevo pasillo, a mitad del recorrido, una seria matrona vestida de amarillo, sin mediar consulta alguna me señaló una puerta lateral. Deduje que la llegada de la revista era todo un acontecimiento que todos los internos esperaban con puntualidad helvética.
Tras agradecer la indicación con una nueva y británica inclinación de cabeza, atravesé el dintel de la puerta indicada.  No había sido vana la orientación de la dama de amarillo. Entré en una inmensa galería semejante a un claustro conventual a través de cuyos ventanales podía verse un jardín interior exuberante.  La misma  galería estaba poblada de plantas de interior que crecían pujantes al sol entre cristales. El escenario era maravilloso y reconfortante, lleno de luz. Pero ¿Cómo orientarme de nuevo para  realizar mi entrega?
    A mi izquierda, la persona más cercana era una señora encanecida que estaba entregada a una animada conversación con un majestuoso ficus de hojas grandes y brillantes.
      -Perdone señora que interrumpa, podría usted…
    Imperturbable, la anciana me señaló, sin detener su perorata, el final del corredor y en ángulo perfectamente recto, el camino a seguir.
     Avanzaba yo confiado por el corredor inundado de luz, cruzándome de vez en cuando con residentes vestidos de amarillo, empleadas del servicio en azul y algún doctor o enfermero impecablemente de blanco. En el otro ala de la galería, había un hervor de uniformados de amarillo y una hilera de puertas a un lado sin ninguna identificación. Presentía que estaba cerca de mi destino pero cada vez que intentaba una pregunta, uno de los residentes me indicaba la ruta en sentido inverso, con lo que empecé a descubrir  risitas indisimuladas, guiños de ojos sospechosos y un alborozo general. Abracé con fuerza el sobre con la revista en cuyas próximas ediciones había puesto tantas ilusiones, mientras el alboroto crecía por momentos y los guiños y señales  se empezaban a convertir en palmaditas en la espalda cada vez más violentas.
    De pronto, toda la concurrencia pareció aquejada de un pánico infantil, seguramente más simulado que real. El acoso se diluyó como un terroncillo en el café y desde el fondo del pasillo descubrí que avanzaba impasible una mujer con bata blanca y pelo negro ensortijado.   
    Acogí con un suspiro a mi salvadora.
      -Buenos días, estaba buscando…
      -Soy Carmen Zacarías la profesora de adultos. –me sonrió.
    No cabía en mi propio asombro.
      -Venía precisamente….
    Tomó la revista como si la estuviera esperando largo tiempo atrás y volvió a sonreírme.
      -Muchas gracias. Venga, venga usted a mi despacho.
    Tomándome  del brazo me condujo con suavidad hasta una de las puertas del fondo. Allí, manipuló el pomo de entrada y al abrir la hoja me invitó a entrar con un gesto. Entré como un autómata. Inmediatamente oír girar la puerta sobre los goznes y cerrarse con ruido seco. Dentro, lucía una bombilla de bajo voltaje y mis ojos acostumbrados al torrente de luz de la galería, tardaron en hacerse a la semioscuridad. Cuando logré hacerlo descubrí que el cuartucho estaba poblado de escobas mudas, cubos volcados y cepillos de limpieza. Intenté salir pero la puerta había perdido su picaporte interior. Estaba encerrado.

   Pasada  media hora  en la que creí oír alguna risita que otra en el exterior. Por fin, alguien desde fuera,  giró el pomo de la puerta. La hoja se entreabrió y  asomó la cara. La desconocida, vestida de azul, me lanzó un atado de ropa.
      -Ande, hombre de Dios, póngase esto. Aquí el uniforme es obligatorio.
Ahora vengo por usted.
    Casi no me sorprendió que fuera de color amarillo. Quizás me preocupó algo que mi nombre de pila estuviera bordado primorosamente en el blusón a la altura de la tetilla izquierda. Pero lo que más me inquieta ahora, es que después de dos semanas,  los de “La Pluma” no hayan venido a recogerme.





La tertulia en el "El balcón"
Alfoonso Bengoechea
8.11.2015
 
Juntáronse los literatos de “La pluma de El Burgo” para la periódica tertulia.  Esta vez, la excusa no era engolarse íntimamente leyendo sus propias obras.  Los autores sentían ya en la nuca, el aliento de los nuevos colaboradores y en la revista  de otoño solo quedaba hueco, para un relato. El mejor.
    A falta de sala de reuniones, porque esta editorial es pobre de misericordia, la  ilustrada reunión hubo de llevarse a cabo en “El balcón” una sosegada casa de comidas  que el río Ucero coge por el talle para un vals imposible.
    Acudieron, con puntualidad diversa, Carlitos marqués de Mingorrubio, el doctor Nicolasow, Julio César Piña el único escritor serio del grupo, Cristobalito Pajares y por la musa del pincel, acudió el ojo clínico de Manuel de Céspedes.



   Abrió la sesión una vez acomodados, Carlitos Mingorrubio, que oficia de Presidente del Consejo, Redactor Jefe, Administrador general y único, y que además se ocupa de  la compra de sellos en el estanco.  Hoy trae bien guardado, un trofeo.
      -Estamos aquí para lo que estamos  -comenzó este genio de la oratoria- -y como soy el que más cargos detento, es justo que sea quien primero lea sus joyas literarias.
   Todos los presentes asintieron a regañadientes.
      -Para empezar, os leeré unos sonetos…
   La concurrencia estalló  en protestas.
      -Sonetos no, por favor. –suplicó  el doctor Nicolasow.
      -Compasión, excelencia. –rogó Cristobalito Pajares.
      -¡Piedad!. –imploró tímidamente Julio César Piña.
   Solo  Céspedes, el pintor, parecía dispuesto a degustar los ripios del marqués. Céspedes es un hombre sufrido y paciente. Mentiría por no desairar a un amigo; y al marqués, encontrar un lector devoto pareció conmoverle.
      -Bueno, no leeré mis sonetos. –Accedió el marqués conmovido-  Os leeré un cuento de muertos.
    La concurrencia estalló como una sola voz.
      -¡¡¡No, los sonetos por favor,  lea los sonetos, excelencia!!!
    Y este fue el aperitivo. Sonetos y torreznos. Posiblemente  lo que  Cervantes denominó “duelos y quebrantos”.
   En riguroso desorden, los escritores leyeron sus obras, mientras  Céspedes el pintor hacía montoncitos de  servilletas en un extremo de la mesa con las caricaturas de los presentes.
   Cristobalito atacó despiadado, cosas del “Negroni”, con uno de sus relatos surrealistas que tienen mucho que ver  con el whisky de malta bebido a gollete al que es adicto fiel y el doctor Nicolasow contraatacó furioso,  con un breve relato  de amor, ligeramente gótico, cuyas mil seiscientas  páginas en la versión completa transcurrían en un fiordo noruego,  trescientos años antes de la última glaciación. Todo el mundo coincidió que era un castigo  muy justificado al pedante de  Cristobalito, pero que quizás ha sido un trago demasiado duro para los demás.
    La historia de Julio César Piña, un hombre elegante de los pocos que aún tienen chófer, llegó como un bálsamo reparador en medio de un campo de batalla lleno de heridos. Narró, con detalle y primor,  el poco conocido episodio en que  Don Quijote acude al hospital de Tomelloso para que le practiquen una colostomía.  Estilísticamente hablando, como narración, no estuvo mal pero como investigación histórica, tenía su mérito. ¡Qué grande es  Julio César! Ya lo intuyó el cura que le bautizó.
     Llegó pues la hora de  votar y Céspedes el pintor fue delegado por unanimidad para hacer  a los postres, cuenta y balance de los  votos escritos en servilletas de papel.  No podríamos encontrar un  secretario más servicial y amable. ¡Con decir que adora los sonetos el marqués!
   Pero antes acometer la votación, cuando solo quedaba sobre la mesa ese torrezno frío como un témpano que nadie osa tomar, se acercó el chino con su sonrisa casi diabólica de diablo cojuelo  y propuso.
      -Dejad que ahora, sea yo quien os lea .
  Los tertulianos le observaron sorprendidos.
      -Pero, ¿tú escribes chino”?
      -Caramba, ¡qué sorpresa, chino”!
      -Toda una noticia, “chino”.
      -¡Con lo necesitada que esta la literatura de este país de buenas plumas!
  El chino sonrío maliciosamente. Abrió parsimonioso  una  carpetita que portaba bajo el brazo, se aclaró la garganta  con una tosecita rápida y discreta y comenzó su lectura.
      -¿Qué tal un prólogo de Guijuelo bien cortado? Es una perfecta entrada en materia.
    Entre los tertulianos se abren ojos como platos soperos y la intimidad de las  bocas comienza a humedecerse.
      -Para puesta en escena, y comenzar la historia, nada como  unas delicias de sepia a la sal, perdón, quise decir a la brasa.
    Y los tertulianos  sonrieron porque, ¿Quién no tiene un error en un cuento por breve que sea?
    -Como  nudo de un buen argumento, pongamos el cabrito al  horno con algún apunte marginal de pasas y piñones. Y ensalada, mucha ensalada porque no hay historia sin la suavidad del aceite, sin un pelín de vinagre, y sobre todo sin lechuga. Si no hay un toque verde, no hay historia.
  El chino” guiñó un ojo picarón para que los escritores entiendieran el juego de palabras sobre el fondo lascivo del color verde. Son metáforas culinarias desconocidas en el Parnaso. Y prosiguió.
      -Nada como un desenlace feliz, como un helado de frambuesa, flanes de la casa o  tiramisús de chocolate…
    Los literatos le contemplaban embelesados.
      -Y si se necesita un buen epílogo, whisky de malta , gin tonic y coñac armenio en la terraza. Sin tasa, todo lo que resista el cuerpo.
    Cuando “el chino” desapareció, comenzaron de nuevo las negociaciones que él mismo había interrumpido.  Siseos y runruneos  y apuestas encendidas, se cruzan sobre el mantel. ¿Quién sería el escritor galardonado con el trofeo que  guardaba  el marqués?
    La comida transcurrió  animada  con pocas concesiones ya a la literatura. Parecía haberse llegado a un veredicto por unanimidad. Cosa rara en las justas literarias.
    El epílogo fue largo y desenfadado, regado con tragos generosos de licores de alto octanaje. Abajo, a los pies de los tertulianos, corría el río seguramente satisfecho del resultado.

  Curados  de  su  vanidad  los escritores reconocieron que el mejor cuento había sido el del “chino” y a la salida, le entregaron, abatidos y humillados,  una cajita  alargada que contenía el disputado trofeo que custodiaba el marqués, una pluma de ganso que el chino” recibió desconcertado

   Los tertulianos abandonaron “El balcón”  con la satisfacción de haber cumplido con equidad y justicia. Quedaba aún tiempo para hacer el último brindis en el patio de la universidad  porque aunque el cochinillo llena, el saber no ocupa lugar.






1 comentario:

  1. Se agradece leer nuevas historias, después de unas semanas de sequía, aunque, como en este caso, tengamos que intuir quien es el autor.
    Bien por la bruja del valle del burgo y por su autor que, como acostumbra, resuelve el relato con final sorprendente, no libre de ironía.

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