Escritores en cadena


Esta página está dedicada en exclusiva al proyecto 
"Escritores en cadena".
Este es el título de una experiencia literaria  mediante la cual un grupo de narradores
 aborda la creación de una historia de forma encadenada
 sobre la base de un primer capítulo. 

Para mantener el orden tradicional de una narración, los nuevos capítulos se irán añadiendo
 tras los escritos con anterioridad.
 El lector habrá de pasar por encima de lo ya escrito para llegar a las novedades.

Para evitar búsquedas innecesarias,
 ya que no hay regla que regule la parición de nuevos capítulos,
en la página principal aparecerá un aviso
 con el número del episodio y el nombre del autor.

La estructura del blog  permite la recepción de comentarios de los lectores
Un cordial saludo.
Escritores en cadena




Capítulo 1
Alfonso Bengoechea

Sonó un golpe metálico a sus espaldas.  Estaba claro que  el guardia de la puerta se había tomado con interés  hacer todo el ruido posible con el cerrojo. Quizás no había dormido bien. Quizás hubo unas palabras fuertes con la esposa harta de turnos canallas en el penal. Quizá solo un poco de acidez estomacal. Pero había hecho deliberadamente mucho ruido. Hasta un sordo hubiera notado este ensañamiento póstumo del guardián amargado con el preso recién liberado, porque hasta el bochorno de la tarde había vibrado.
    Aqulino Cruz se hurgó en el bolsillo derecho y calculó que con su exiguo patrimonio y la inflación, la carrera en taxi duraría dos  manzanas a mucho tirar.  Diez años encerrado en máxima seguridad descolocaban a cualquiera.
     A pie, la casa de Guillermina quedaba cerca, pero Guillermina había cortado amarras con el pasado y las malas leguas la contaban bien apalancada junto a un chatarrero. 
      A pie, la casa de los hermanos Parriego quedaba a un rato. Lo que dura un credo, pero los Parriego habían ido dejando caer que la condena estaba en su destino y punto. Y siempre andaban en líos. Mal sitio para refugiarse un expresidiario.
     A pie  de todos modos quedaba a un suspiro su propia casa. Pero no era cuestión de abrir nuevas heridas a sus padres.  Todo lo que se les ocurrió en su descargo, cuando le trincaron, fue decir que el que la hace la paga.
     Tras diez años jurando que era inocente, como todos los presos de su galería, Aqulino Cruz estaba libre pero solo. Como una piedra en el centro del desierto del Gobi.  
      Solo, libre e indeciso.  Se recostó un poco en una señal que prohibía aparcar y escrutó uno tras otro el fondo lejano de las tres calles. Le costó decidir.



Capítulo 2

César Millán
        Si alguna vez creyó en algo, los diez años encerrado habían borrado en él cualquier signo de fe, pero una ráfaga de aire gélido pareció alterar el ambiente caluroso imperante y la serenidad que imaginaba poseía su alma. En busca de su origen los ojos de Aquilino se toparon con el sombrío edificio de la iglesia. Apenas prestó atención a la persiana desencajada de lo que antaño fue el taller de Alcibíades, aquel edificio que fue su “hogar” durante buena parte de su adolescencia, donde aprendió el manejo del endoscopio, la camilla y el carro móvil, lo que al final le condujo al desastre de su detención.
Ni siquiera se percató del vacío existente en los locales de enfrente, negros como una admiración y que poco recordaban a los lugares donde se expedían bebidas de todo tipo y en los que Aquilino pasaba la parte del día que no dedicaba al taller. Su determinación por dirigirse al templo impidió que prestara atención a la parte de su pasado que le había mantenido en la realidad durante su cautiverio, aquellos recuerdos de lo que él consideraba felicidad y calma.
Apenas llegó a la pared de la iglesia sintió un escalofrío que le atravesó de parte a parte, pero ni eso logró que cejase en su deseo de entrar en su interior. Tras sacudirse la ceguera momentánea que suponía el cambio de luz, su mano derecha se movió de manera instintiva hacia la pila que ya no contenía ninguna presencia de agua bendita. Se sintió molesto por la aspereza de la piedra en sus dedos y allí, en la penumbra de la parte trasera de la gran nave central del templo, pareció despertar del ensimismamiento que le había llevado a ese lugar.
De repente se sintió incómodo, ajeno al espacio en que se encontraba, molesto consigo mismo por estar ahí no quiso dirigir su mirada a ninguno de los lugares reconocidos en su memoria. Apenas se giró para volver al exterior cuando una voz profunda dictó su nombre de una manera tan clara y precisa que no existía duda alguna de su procedencia. Unos pasos secos, recios y la repetición de su nombre detuvieron su salida, pero aún le faltaban fuerzas para volverse y mirar a quien le llamaba.
La mano fuerte y nervuda que se posó con calma sobre su hombro le produjo una descarga de emociones que, de nuevo, le impidieron volverse. Fue el sacerdote, vestido con sotana clásica, el alzacuello sin terminar de colocarse y un grueso cinturón de cuero, quien rodeó su figura y se plantó delante de él. Ahí estaba Herminio, el padre Herminio, imponente y decidido, como un resumen de lo que había sido toda su vida, buscando con su mirada la propia de Aquilino. Intentando juntar aquellos ojos que nunca habían precisado palabras para expresarse, que desde la más tierna infancia habían compartido alegrías y pesares, y que dejaron de mirarse exactamente diez años y un día.
Los ojos de Herminio y Aquilino se cruzaron, y por un instante el tiempo pareció detenerse, sin palabras supieron el uno del otro, revivieron andanzas, juegos y embustes. Y mientras una lágrima trató de aflorar en los diminutos ojos del primero, en el iris azulado del segundo quedó dibujada una señal de advertencia.
No hubo más palabras, Aquilino perdió toda capacidad de resistencia y se dejó guiar entre los bancos gastados de la iglesia en dirección a lo que él recordaba como la capilla. La voz del sacerdote, clara, cálida y serena, había logrado que la mente de su acompañante quedara en blanco, que no solo se apartara de recuerdos lejanos, sino que ni siquiera se planteara qué hacía en el templo.
Atardecía cuando salieron de la iglesia por la parte posterior y aunque el bochorno apenas había cedido un par de grados, ninguno de los dos sintió el cambio de temperatura. Comenzaron a andar entre los árboles con lentitud, casi en silencio, únicamente roto por la monótona cadencia de la voz del párroco y los sonidos de la ciudad que parecían ocultos, en un segundo plano.
Aquilino apenas era consciente de las palabras de Herminio, nunca pudo reproducirlas, hasta que sus ojos se centraron en el cauce seco del río y, sin volver la vista atrás, fue capaz de reconocer el camino andado hoy y hace exactamente diez años y un día. Volvió a escuchar la misma voz que ahora le acompañaba, pero la luz, el olor y los hechos eran otros. Y de repente, como si algo se hubiera roto junto a él, comenzó a rememorar los acontecimientos acaecidos aquella calurosa tarde.

Nuestro próximo escritor encadenado será
César Ibáñez (Soria)



17.08.2016

Capítulo 2
César Ibáñez Paris

Dicho en corto: había vuelto al origen de todo y Herminio, como entonces, le estaba comiendo el tarro con su verborrea meliflua y dulzona. Aquilino pensó que era cierto eso de que el asesino vuelve siempre al lugar del crimen, porque eso era exactamente lo que él acababa de hacer. El verdadero crimen no fue el robo inexperto y torpón que lo llevó a la trena y del que los hermanos Parriego se fueron de rositas gracias a su sentido dramático del honor, antes muerto que soplón, sino aquella conversación, casi monólogo, en que el padre Herminio usó toda su artillería teológica y emocional para convencerlo de que robar a un rico es una acción noble y cristiana, un acto de justicia, un hecho grato a Dios Nuestro Señor y amparado por la Santísima Virgen de Montserrat, patrona de los ladrones. Y el puñetero cura, en cuanto lo había visto entrar en la iglesia había adivinado su debilidad, su punto flaco, su indefensión de expresidiario sin banda ni hermandad, el peso de la soledad sobre sus hombros, infinitamente mayor que el de la cárcel porque los hombres simples, como él, están a gusto en mundos cerrados de reglas claras y sencillas, y en cambio no pueden soportar el horizonte ilimitado frente a su mirada, la falta de caminos o sendas o vericuetos, la absurda libertad del que no tiene meta ni objetivo ni rumbo.
El cura chorizo volvía a la carga, como diez años atrás. Ahora que ya estaba en condiciones de escucharlo, Aquilino le oyó hablar de una viuda tacaña que jamás daba limosna, un ser mezquino y turbio que se negaba a los designios del Altísimo y ensuciaba los bancos de la iglesia con sus rezos hipócritas y su falta de caridad. El pobre Aquilino, poco a poco, entrevió a través de las palabras interminables del sacerdote el objetivo que tanta falta le hacía, la diana hacia la cual disparar los restos ajados y rugosos de su pequeña y simple voluntad. Pero, al abrir la boca, lo único que le vino a las mientes fue:
—Padre Herminio, ¿se ha dado cuenta de que tiene vacía la pila del agua bendita?

(Continuará)















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